miércoles, 28 de febrero de 2007

De fe, sushi y demencia

José A. Monge Rendón


Bienvenido a la demencia. Abróchate el cinturón si crees que existe algo más poderoso y grande que tú. Ya aquí se dejó de creer en eso, o quizás fue que se han olvidado de nosotros.

No acostumbraba llegar tarde a las reuniones, pero la llamada llegó a última hora. Usualmente no hacía citas con menos de dos días de anticipación, pero este nuevo cliente ofrecía dinero en grande. Se echó un último vistazo en el espejo de su cuarto que a la vez era comedor-baño-cocina. El reflejo de sus cejas recién acicaladas y el lunar negro en su mejilla derecha fueron interrumpidos por una gota y luego un chorro de agua que cayó de la bombilla que colgaba de una cadena justo sobre el espejo. Paró el vaivén de la bombilla con su mano, se quemó los dedos y maldijo. Tres segundos después la bombilla burbujeó y se apagó con una pequeña combustión.

Realmente no le importaba no parecerse en nada a la foto en su anuncio de negocios.

Marcos. Escolta masculina. 100% seguridad garantizada. Atlético. Latino. 6’2’’ 30 cintura. Foto actualizada. Llamar con anticipación.

Bajó apresuradamente las escaleras de su apartamento que lo llevarían a perderse en las calles frías de una ajetreada ciudad a finales de enero y corrió a la estación para tomar el próximo tren.

No somos muchos los que tomamos el tren a estas horas, las horas muertas, las horas en que el doctor-maestro-abogado-universitario duerme; medianoche, dos, tres, cuatro y cuarto. Estas son las horas en las que salimos a jugar, a empezar o terminar el día. Detrás de mi se sienta un guardia de seguridad; seguramente ahora entre al turno de las dos de la mañana. Parece ser el tipo de persona que dejaría, confiado, a su esposa durmiendo, quien no esperaría a que su esposo doble la esquina para llamar al hermano de éste para que esta noche la visite y le haga un favorcito...o dos...o tres. A su lado una muchacha demasiado joven, embarazada, de seguro sale de trabajar del cafetín noctámbulo más cercano. El destino quizás la hará toparse al regresar a su hogar con su suegra desmayada o quizás infartada luego de enterarse de la sobredosis que le privaría de la vida al padre de su nieto aún sin nacer a las 1:36:29a.m. en la sala de espera de un hospital vacío, frío, blanco. Tres filas más alante se sienta Pedro, o así lee la identificación ovalada en su uniforme gris de conserje. Viaja con sus manos sucias, viejas y ajuanetadas, que si pudiesen dibujarían cuadros de alfombras y butacas manchadas, condones, diafragmas y mesas con cucharas quemadas, agujas y residuos de finos gránulos blancos.
Éstos y todos los demás que ves aquí somos los que hemos perdido la fe en la raza humana y en todo aquello que se puede llamar una fuerza sobrenatural. Estamos todos aquí, vagón 98745 ruta M-17, tarifa $2.00; la mesera, el guardia, el conserje, la bibliotecaria, el vendedor ambulante...el puto.

El trastornante chillido metálico anunciaba que el tren pronto caería en reposo, y la voz ronca del operador del vagón recitó la próxima parada: Vagalia y Washington. Julio, (su nombre verdadero, ya que Marcos era su nombre profesional) salió del vagón y caminó por el andén con un único aire de supremacía, como si todo lo pudiese vencer. Quien lo hubiese visto esa noche diría que tenía el mundo a sus pies, precisamente sin saber los demonios que lo atormentan.
Se dio a la tarea de buscar el número 742 de la calle Demia. Es en este restaurante de pescado en pleno estado de putrefacción donde haría la entrevista inicial para luego trabajar con su cliente. El porqué escoger un sushi-bar como SUSHI-O en un barrio tan caliente como ése y a esas horas como punto de encuentro todavía le trabajaba por dentro. Muchas veces tuvo encontronazos con la policía o sorpresas desagradables que más de una vez lo hicieron despertar en una cama de hospital con uno o dos dientes menos. Su miedo era intenso y el frío que llevaba en su corazón más aún. Pero no era hora de ser Julio, el niño asustado que lloró a lágrima viva la muerte de su madre en brazos de sus nuevos padres sustitutos. Su nombre ahora era Marcos, escolta internacional, “dura y rinde”, la leyenda viviente. Y nada lo podía detener.
La voz en el teléfono de un hombre americano o quizás británico le había advertido llegar al restaurante completamente desarmado. Un cliente muy especial, según le aseguró el caballero de apellido Mackenzie, llevaba meses buscando a un chico como él. No se especificó en ningún momento el género de dicho cliente, ya que una de las fallas del idioma inglés es su censura a los géneros cuando se trata del sustantivo. A very important client muy bien podía ser una exitosa mujer de negocios, casada y cuarentona o un joven cosmopolita, apenas cumplido sus veinticuatro, con ansias de exploración. Realmente le daba igual negociarse a un hombre o una mujer.

La ventaja del hombre es que no gime y grita tanto como una mujer, acaba rápido y no se sobrecoge de emoción por uno; el trabajo se hace más placentero. La mujer, por otro lado, te pagará más porque querrá que la abrases cuando termines con ella.

Su muñequera-reloj negra y plata alertaba que estaba ya nueve minutos tarde para encontrarse con Mackenzie. Finalmente, entre un antiguo almacén privado en plena destrucción y una logia masónica clausurada resplandecía y chillaba una luz neón verde, naranja y amarilla. Tomó el que sería el respiro más grande que jamás tomó y haló por el frío mango dorado de cabeza de dragón la pesada puerta de madera oscura y tallada que protegía la entrada al SUSHI-O.
La primera bofetada que sintió fue la del fuerte olor a sangre de pescado. La segunda, ésta a nivel ocular, fue la penumbra en que se encontraba el restaurante. Tres filas de diez mesas estaban alumbradas por lámparas rojas de papel que colgaban casi mágicamente del alto techo de madera. A la izquierda, una pequeña barra, donde un agobiado anciano de porte oriental y largos bigotes blancos ahogaba sus penas mientras el barman limpiaba con fervor la mesa, sutilmente insinuándole que ya era hora de irse. Detrás de ésta se encontraban iluminados por una tenue luz azul botellas de todos los tamaños y formas, con licores exóticos y etiquetas en idiomas y caracteres indescifrables.
Una mujer con la cara grotescamente teñida de blanco, nariz ancha y pómulos acentuados, su pelo fuertemente amarrado a la parte de atrás de su cabeza y kimono rojo-dorado sobre su blusa y mahones, traía una bandeja hirviendo de camarones y vegetales desde la cocina, dejando a su paso una cola de vapor blanco. Como una ofrenda, deja los platos sobre una de las mesas para ser devorados por dos obesos turistas de pelo negro. Esa era la única mesa habitada en el restaurante a esta hora... esa, y la del señor Mackenzie.
Inmediatamente después de sentarse frente al caballero vestido de pantalón blanco y camisa floral gris fue bienvenido con una taza de sake humeante. Si su paranoia y desconfianza no hubiesen sido tan agudas en ese momento, hubiese pensado que era un bonito y cordial gesto de su parte. Desde pequeño ha tenido esta idea de que el mundo entero conspira para matarlo. Una mesera, esta vez de cabello rojo, su cara igual de blanca que la que lo recibió en la puerta pero con sus poros más abiertos les ofrece un aperitivo. Marcos muestra muy poco interés. Mackenzie por otro lado insiste y acto seguido ordena el salmón fresco con arroz y salsa dulce. Marcos se estrilla los dedos y evita la mirada de Mackenzie. Mackenzie sonríe estúpidamente, se reclina en su silla, pita dos veces y lo mira a los ojos.

Este tipo es uno de los que piensa que si se accede a una entrevista se debe aceptar todo lo que se ofrece. No le debo nada, no me estoy muriendo de hambre. Además, si me conociese bien sabría que no como en sitios que no conozco ni mucho menos con gente que no conozco. No sería la primera vez que intentan envenenarme, no sé que sacan con eso, no se por qué lo hacen. No se qué quiere aparentar este gringo ante mí y ante todos. Puede engañar a todos pidiendo platos finos pero a leguas se le ve la costura. Su reloj es claramente una imitación y el sonido del segundero ya está volviéndome loco; un reloj suizo auténtico es totalmente silencioso.
Es como la gran mayoría en esta ciudad, viviendo para aparentar. Es una enfermedad, una condición que llega a nivel comercial. Vale la pena sólo mirar a las meseras en este restaurante, sus kimonos rojos, su maquillaje, su colorete, su falso acento… ni una de ellas es oriental. Que obsesión con recrear algo tan ajeno y tan distante del cual no se sabe absolutamente nada, excepto lo que vemos en animes y en kung-fu flicks. Son falsas, como esta maldita ciudad, la gran metrópolis, la súper ciudad…su seno ya cansado, viejo, corrupto, sucio.

Mackenzie ofrecía unas cifras de dinero con las que Marcos jamás se había topado. Su cliente en cambio sólo pedía una noche entera con él antes de partir en un largo viaje. Recalcó esta vez que llevaba tiempo buscándolo y tendría que acceder para que fuese al fin feliz. Prometió que no se arrepentiría, y le exhortaba a no rechazar esta oferta.

A todos nos gusta prometer. Prometemos desde chicos y es desde chicos que aprendemos a romper estas promesas. Mackenzie promete que no me arrepentiré. Promesas al fin… como las que se hacen antes de trabajar, “si estoy limpio, no hay porque usar condón….me saldré antes” mientras enseño mis resultados negativos falsos. Promesas, como la de un padre que abandona a su hijo y a la madre de éste al borde de la demencia y el alcoholismo crónico y enfermizo y dice que muy pronto volverá. La promesa de un padre a su hijo escrita en una carta con matasello sudafricano que ofrece buscarlo, y recorrer el mundo con él, dice que todo estará bien, que pronto lo rescatará de las garras de su madre desquiciada. Es por promesas como las de mi padre que esta nueva raza de humanos no alberga espacio para ellas. Por eso es difícil creer en ellas, aún vengan del mismísimo Dios. Por eso es tan fácil romperlas.


El acuerdo entonces consistió en pagarle en ese momento la mitad del dinero y luego la otra mitad al terminar con el cliente. Mackenzie accedió, aunque un poco titubeante y salieron del establecimiento para abordar un auto largo, negro y lujoso estacionado frente a la entrada del SUSHI-O que lo llevaría a conocer a su very important client. El camino fue decorado de paisajes citadinos oscuros y borrosos por la lluvia y la velocidad y la música de Frank Sinatra a principios de su carrera de fondo.
El auto se aproximó lentamente al edificio B de un complejo de vivienda en el suburbio de la ciudad. Frente al edificio se encontraban estacionados alrededor de diez autos, todos iguales al que transportaba a Marcos en ese momento. Con extrañeza y miedo disimulado cierra la puerta del pasajero al bajarse y se dirige, según las instrucciones de Mackenzie, al apartamento 54 en el quinto piso.

Me tiene pinta de bichote éste, pero de los grandes. Dos hombres engabanados, con una ancha banda gris en su brazo izquierdo, gafas oscuras y auricular que cuelga hasta uno de sus bolsillos de su traje hacen guardia de pie en la puerta del 54. “Llegó”, dice uno de ellos mientras se toca el oído con su dedo índice derecho y se abre la puerta súbitamente. Adentro, sobre veinte hombres altos y rapados, portando la misma ropa que los dos de la puerta, se reúnen alrededor de una cama pequeña iluminada por una luz blanca como si presenciaran un descenso fúnebre; sus caras sin emoción, vacías. La cama es lo único que brilla en este cuartucho-estudio oscuro, caliente y húmedo. Un olor familiar y conocido se acerca, uno de cigarros y whiskey, un olor de la infancia perdida, de la prometida, de las cartas de un padre perdido.
Al reconocer mi presencia en el cuarto, el círculo casi perfecto de hombres se abre por el lado izquierdo de la cabecera de la cama y muestran el cuerpo demacrado y estirado de un hombre atado a una máquina respiradora; en su rostro veo mis propias cejas, nariz y el mismo lunar en la mejilla derecha. El olor se hacía cada vez más fuerte mientras sus hombres lo erguían para que se dirigiera a mi; su voz temblorosa, ronca, derrotada, sin vida:
“No me preguntes como te encontré. Sólo escúchame, no te vayas. Perdón hijo. Eso es todo lo que tengo que darte ahora y lo único que te debía. Entiende, tu también te hubises ido. Si te fijas, lo tuve todo. Tengo casas en cinco continentes y sobre doscientos trabajadores en cada uno, todos bajo mi mando. No hago nada, ellos mueven el producto, yo me encargo de cobrar. Quise traerte a este mundo, de veras quise, pero el dinero y las mujeres ciegan al hombre y lo hacen borrar su pasado. Me queda poco, los riñones no se hicieron para aguantar tanto abuso y la metástasis no tiene misericordia alguna. No espero que te encargues de este imperio sucio y poderoso, haz lo que quieras. Sólo quería que me escucharas, a Dios no le importa mi dinero, sólo las cuentas claras. Entiende, solo trata...”

Todos los que abordaban el tren esa noche con un joven Marcos seguirán perdiendo cada día más la fe en la raza humana y hasta en ellos mismos. Ahora que sigo tomando el tren y veo a las mismas personas y recuerdo el desenlace de esa noche de eventos inesperados puedo decir que, en algunos casos raros, existe espacio para el arrepentimiento y la resignación, por más corrupto que sea el alma y las intenciones del ser humano. En mi caso, se trató de un espacio pequeño y efímero para el perdón, o quizás aquello que sentí en ese momento fue lástima y asco por el alma de mi padre, que hoy cumple cuarenta y ocho meses de estar ocho pies bajo tierra, piedra y cemento.




José A. Monge Rendón nació en Fajardo el 21 de marzo de 1986 pero fue criado en Río Grande. Actualmente es estudiante de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras en donde completa un bachillerato epico entre grábado plástico, italiano y francés. Entre otras cosas, tiene una fijación exótica con la cultura oriental.

martes, 27 de febrero de 2007

Tres

Christian Ibarra


Un poema

Viejo

Quise construir tu abrazo frágil
como un niño construye un castillo de arena
teniendo en cuenta
que el mar duele
y no perdona.
Hacerte un inventario de las calles
que no conociste, que nunca habitaste
para ver como pasaba el tiempo y la ciudad.
Tu mano es puente, la proximidad del cariño.
Viejo.
Ya son menos los abrazos que nos quedan.
Y yo, que soy ese niño que hacía
castillos a pesar del mar,
trato de construir tu abrazo
con las hilachas de ternura que derramas,
aunque el tiempo pase
y con él la ciudad.


Dos cuentitos

La cartero

Durante la dictadura militar, prácticamente no existían las mujeres cartero. Ella existía. Su trabajo era su mayor fascinación. Al principio se contentaba siendo puente entre gentes. No saber a ciencia cierta lo que llevaba en su bolso, ese trozo de misterio era su mayor satisfacción. A medida que la dictadura empeoraba todo cambió. Dolores Guzmán fue despedida de su trabajo por cuestiones políticamente obvias. A su edad, dice que valió, valió la pena ser cartero. Lo único que guarda de aquellos años es su fiel memoria y un paquetito de cartas amarillentas que ha guardado por treinta años. Aún se le aguan los ojos. Las cartas tienen distintos destinatarios y todas dicen lo mismo:
-Hola, ¿que tal? excúseme de antemano por robarle su tiempo. Escribo porque estoy solo y quisiera saber que se siente recibir una carta.-
Manuel García Guzmán.
Dolores guarda las cartas de su hijo detenido desaparecido, en un cofrecito color marrón, justo al lado de su almohada.

La huelga de los pájaros

Ese día los pájaros estaban en huelga indefinida. Decidieron no volar. Era demasiado el peso de las alas, no hubo uno sólo que se atreviera a desafiar el dictamen de sus compañeros. Querían sentir más de cerca la piel humana, lo pedestre, entenderse con la tierra y los semáforos. Visitaron todos los rincones del planeta. A los quince minutos, el cielo se llenó de pájaros nuevamente.


Christian Ibarra nació el 31 de julio del 1987 en San Juan, Puerto Rico. Actualmente estudia en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras un bachillerato en Estudios Hispánicos. A corta edad se interesó por la literatura, y a los doce años comenzó a escribir sus primeros intentos literarios. De padres suramericanos (Chile y Uruguay respectivamente), ha vivido un tiempo en el sur, en donde reside la mayor parte de su familia. Sus planes futuros son graduarse y seguir estudios en el exterior. En la actualidad reside en Bayamón, y por sus calles camina, piensa, respira y sueña con ser escritor.

Pero un día...

Carlos A. Ortiz de Jesús





Cristino se levanta por la mañana, desayuna revoltillo mal hecho junto a la punzante mirada de su mujer. Hace tiempo que estaría muerto si de malas miradas se tratase. Lee el periódico, más bien lee los titulares y se informa. Va al trabajo con esperanza de que hoy sea el día en que el Capitán se jubile. El perfecto es él para esa posición. Algún día. Dirigir el CIC. Nadie tiene más experiencia que Cristino Lebrón. Todos sus papeles están donde deben estar, para él. Sólo él consigue sus lápices, bolígrafos, libretas de anotaciones y la lista de los más buscados. Cuando llega al trabajo, sonríe y los demás sonríen inapropiadamente. No le sonríen como deberían de sonreírle al futuro nuevo jefe del CIC. Algún día lo harán. Saluda a todos.

Cristino se sienta en su escritorio a vigilar. Entran supervisores y salen oficiales de alto rango. Sonríe fielmente a cada ser que por su área circunda. Cuando se alejan, disimuladamente se come las uñas. Junta sus manos y no para orar, junta sus manos y comienza a dar vuelta y vuelta, para secar el sudor de sus palmas. Se manosea las manos y se aprieta los ojos con el pañuelo que le regaló su hijo el día de los padres. Un sonido extraño sale de él y sin importar lo negro, se sonroja.

Busca en la gaveta y no encuentra nada. Un vacío se lo come y ráfagas intestinales lo azotan. Pero él es fuerte, él puede, él aguanta. Aunque se toca la barriga, se soba para aliviarse. Las malditas Zantacs no aparecen. Su escritorio se quiere caer por tantos papeles. Todos los informes sin entregar están allí. De tanto buscar Cristino camina con pausa, por los pasillos de la Comandancia. Hay que disimular un poco.

Tiene paciencia inigualable, y lo recto de sus ojos exaltan templaza. En él, se puede explorar sin ningún tipo de problema, no hay nada dentro que pueda expresar sin tapujos. Allí en su silla de metal que rechina cuando se recuesta, mira y como endrogado con el aire acondicionado se queda mirando. Solo mirando.

jefe mire esto ayude a resolver esto teniente lo necesitan en la oficina doce ayer el comandante me dijo que no hay mejor persona que desde que llegué yo a este lugar los casos se han resuelto en su mayoría desde que tomé las riendas que se cuide porque quien va a dirigir prontamente la comandancia voy a ser yo teniente se necesita en el tribunal mañana jefe este muchacho es nuevo y no sabe como hacer las cosas sea la madre en la academia ya no entrenan na’ a los policías las cosas no son como antes aquí lo que hace falta es alguien con pantalones de verdad pa’ que arregle las cosas después de 23 años ahora es que me toca voy ahora estoy firmando estas vacaciones ya sin mi no pueden hacer nada las cosas no marcharían bien si aquel día no me hubiesen nombrado como jefe de este departamento no no no no no no no no no tal vez mañana posiblemente la semana que viene mataron a cuatro verás que no pasa na’ yo nunca uso eso son changuerías bájate y vela bien y dispara jefe la prensa lo espera hay que decirles a esa gente… cristino felicidades que brutal te quedó eso mano todo bajo control tu cristino lo tienes controlado…

Por un corre corre responde a la última llamada: Balacera. Su especialidad. Lo que buscaba.

Toma las llaves del Crown, va al parking, mete la llave, y se pone sus gafas Rayban. Negras con tonos plateados en los lentes. Brillan y reflejan los edificios mientras se dirige al lugar de los hechos. Ve debajo del asiento y ahí están. Toma una Zantac, un buchazo de agua embotellada. Menea, mueve, suenan. Otra Zantac para reforzar. Otro buchazo. Más un suspiro. Sirenas encendidas más cortes de pastelillos adelantan el paso. Viaja por el paseo y llega. Se limpia el goteo de su frente cuando ve las seis patrullas con rotos de .45 y M16. Guerra entre puntos. Hay que calmar esto y por eso llega el héroe. Por eso el Capitán lo envió. Se baja del vehículo, muestra su pecho con su camisa de cuatro botones abiertos y una placa en oro 14 de Santa Bárbara, pantalones Dockers, correa marrón en combinación con sus zapatos, las medias que usaba su abuelo. Observa a su alrededor y comienza el trabajo. Ofensiva organizativa, así le llamó Cristino a la operación. Total; él es el encargado.

Por más balas que pasen, por más ruido que escuche, ya nada le da miedo. Ahí se queda, detrás de la puerta de su patrulla favorita. Crown Victoria azul oscuro. Jugando a Superman. Cuidando de sus compañeros, en un residencial. Ves la cara de miedo y cansancio de los otros, pero ellos lo ven, y sienten tranquilidad. Se sienten salvados, de algo sirve su mirada. Sobriedad. Línea, pura línea. No usa chaleco, porque no es la primera balacera en su vida. Ha sobrevivido a demasiadas lluvias de balas. Se siente tan fuerte que podría pararse en el mismo medio del tiroteo y ninguna bala le tocaría. Se limpia el sudor de su frente otra vez, sonríe, mira el perímetro y por una ventana apunta, dispara y uno menos, ya van cuatro. Después de eso te crees omnipotente.

Una Bala. Dos Balas. Un 1050 ¿Lo escuchas Cristino? La Radio lo dice. Oficial Herido. Te tocas y ves sangre. ¿Y te atreves a dudar si es tuya? Lo sabes. Te caes. Te duele. Te desangras, tu mundo se cae, Cristino Lebrón. Se te nubla el cielo. Ya no hay Zantac que te alivie el vacío del estomago, ese que sientes ahora. No la tienes en tus manos para moverlas. Te tocas el estomago. Ves tu placa de Santa Bárbara llena de sangre, tu camisa, tu pantalón. 1050, 1007. Así mismo. Piden más refuerzos para un oficial caído. Llegan más. Y tú en el suelo. ¿Te estás imaginando la portada de mañana, verdad? En letras rojas, Oficial cae en Balacera. Como te fastidia. Nunca viste la posibilidad de ver tu foto en el periódico.

El oficial se desangra en la brea caliente, y se forman ríos de sangre que corren por la calle. Llora mientras siguen las balas. Ya no puede hacer nada. Las sirenas que se escuchan, las que tanto le hicieron sentir poderoso, ahora le lloran.


Carlos A. Ortiz de Jesús nació un 21 de julio en Ponce, pero se siente pertenencia de Santa Isabel. Actualmente estudia en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras, un bachillerato en Ciencias Políticas.

domingo, 25 de febrero de 2007

Carta abierta:


Hay quienes dicen que los escritores tienden a ser tecnófobos, renuentes a innovar sus medios de trabajo o sus espacios editoriales. Sin embargo, me inclino por un hoy en el que la tecnología parece inevitable; me inclino a pensar en un nosotros generacional que no tuvo tiempo para la tecnofobia ni peros para decidir por una innovación mediática a la hora de escribir. Para nosotros los emergentes, la tecnología pareció haber estado ahí desde siempre; con ella la computadora y la red. Para los otros, tal vez ha sido diferente, quizás, como dice Heriberto Yépez en su ensayo “Literatura Weblog”, una carroza a la que se debe o no, subir.

La blogsfera se alza en todo el mundo como un boom. En Puerto Rico el fenómeno bloggero comienza a discutirse.

“En la historia de las relaciones entre literatura e Internet, 1999 fue un año genético. En enero de ese año se fundó en San Francisco una pequeña compañía llamada Pyra Labs. Hacia agosto del mismo año se lanzó un servicio llamado Blogger, inventado por Evan Williams (www.evhead.com) y Meg Hourihan (www.megnut.com) y diseñado para ser usado por pequeñas empresas como un tablero en red para intercambiar información entre los empleados o con otras corporaciones, para así seguir desempleando al teléfono e inclusive al email. Gracias al servicio de Blogger (www.blogger.com) se podría poner en red mensajes con información fechada. Cada entrada se sumaba para cometer una bitácora o informe puntual. Dos años después, ya 750 000 personas en el mundo habían abierto una de estas cuentas gratuitas (tan fáciles de abrir y usar como una cuenta de email). Esas bitácoras no eran abiertas para usos laborales mayoritariamente, sino para escribir géneros íntimos o lúdicos: diarios, portales de noticias, reseñaderos de música o películas, crónicas de afterparties, revistas, foros de discusión, etcétera. Entonces, se comenzó a hablar de una blogsfera, ya que los links entre los distingos weblogs se multiplicaron y comenzaron a engendrarse comunidades de escritores amateurs, autoeditores, programadores y simples cibervoyeuristas. El Blog World creció alocadamente y a dos años de su aparición se convirtió en el último recurso para publicar literatura emergente”.

La Asociación de Escritores Universitarios del Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico, nació de la necesidad de espacio de un sector del estudiantado interesado en la escritura creativa que no había tenido hasta entonces (el entonces refiere a más de una década) un punto de encuentro ni una plataforma sólida para el quehacer literario dentro y desde la universidad. Más allá de las intervenciones públicas y los ciclos de lectura la asociación busca la innovación de sus medios de escritura y la difusión del trabajo escrito de sus miembros. Partiendo de esto y del hecho mismo de que “La textualidad de las páginas de autopublicación automática”, bitácoras electrónicas o blogs, “no sólo son una obra literaria indefinidamente abierta (que se puede expandir, al contrario de fuentes cuyos límites están ya establecidos: libros o revistas) u obras inacabadas, móviles, sino que además son obras que, inmersas en el mundo electrónico, son simultáneamente obras de arte visual”, la asociación se suma, con el estreno de esta nueva casa, a una nueva corriente mediática a la par con nuestros tiempos, que nos abre infinitas puertas y nos lleva de la mano hacia una escritura, que pensada espacial y visualmente, tiene la posibilidad de transformarse o reinventarse fuera de los limites del gesto de su concepción.

el pozo de tales puede pensarse desde hoy como el refugio de un fragmento de la comunidad de escritores emergentes que están haciendo y rehaciendo con oficio en y desde Puerto Rico con todas sus implicaciones. Sin embargo, amparándonos en el ensayo de Yépez, pensar en el blog sólo como un refugio sería una equivocación. La publicación virtual de el pozo de tales, es en sí toda una acción que rebasa a los medios convencionales, que pretende un incremento en el poder del autor a la hora de su obra y de la comunicación. Instalarnos en el ciberespacio implica reacciones directas entre escritor y lector, implica accesibilidad para escribir y publicar en y sobre el presente sin restricción alguna, implica enterrar los viejos filtros que determinaban quien o qué era un escritor en este país, quien o qué, en este país, es la literatura.

La casa, que también es un pozo, está creada. Nosotros, los escritores emergentes que a partir de hoy habitaremos este espacio, no lo haremos desde la oscuridad de lo profundo, sino desde un acá en donde se tiene en cuenta el resonar de lo que aquí se escriba.

Sin más, aquí la bienvenida.

Xavier Valcárcel de Jesús
Editor de el pozo de tales (el blog)

Heriberto Yépez. “Literatura weblog”. http://www.literaturas.com/heribertoyepezweblogfebrero2003.htm. 2003.