sábado, 30 de junio de 2007

Blues nocturno

Juan Luis Ramos

Nunca me han gustado los viajes nocturnos, mucho menos en esas enormes y frías guaguas que van desde el centro de la capital hasta sus suburbios. Aquella noche, muy a mi pesar tuve que coger la última de estas. 11:15pm. La estación estaba muy solitaria, sólo habíamos tres personas incluyéndome: una mujer rubia con labios rojísimos, le hacían juego con su mini-falda, su cartera y sus tacones. Tenía puesta una camisita de manguillos color blanca, sus pezones se podían apreciar. ¿Qué haría esa mujer a tales horas de la noche esperando la guagua? No sé, quizás ella se preguntaría lo mismo de mí; no me despegaba la mirada. Yo tampoco la despegaba de ella. También un muchacho de más o menos mi edad esperaba la guagua; al parecer salía de trabajar de un restaurante ya que vestía uno de esos pantalones de cuadritos blancos y negros que usan los chef. Aunque no sé si realmente era un cocinero o si esos pantalones pertenecían a una de esas nuevas modas de las cuales nunca me entero. Además que tenía una t-shirt que decía Filiberto Vive y una gorra de los Yankees. No creo que los chefs hagan esas combinaciones casi irónicas. No sé, aún sigo con la duda. Bueno y también estaba yo, para que tenga una idea y si puede me visualice dentro de esa guagua. Llevaba mahones azules, zapatos y camisa negra. Siempre acostumbro a vestir de negro, especialmente cuando voy a la capital.

La guagua salió a la hora prevista, se paró frente a nosotros y abrió sus puertas; el primero en entrar fui yo. El chofer llevaba puesta unas enormes gafas de sol. ¿Qué carajos, casi la media noche y con gafas de sol? Me dije mientras introducía el dinero. Luego entró la mujer, se sentó estratégicamente en una posición donde pudiera mirarme y donde pudiera enseñarme sus piernas. El muchacho entró y entró un hombre que no había visto hasta entonces. Era un hombre delgado, barbudo, tenía unos mahones sucios y una camisa de esas que le decimos hawaianas, además cargaba con un maletín marrón bastante maltratado.

Más nadie abordó la guagua; comenzó la odiosa travesía. El hombre del maletín permanecía de pie juntó al chofer. Hablaban. De seguro se conocían. El muchacho escuchaba un Ipod, no sé de donde los habrá sacado, que pena que no tenía el mío. La rubia de rojo se retocaba el color de sus labios y de vez en cuando me lanzaba alguna picara sonrisa.

Pasaron varias paradas, nadie entraba ni salía de la Metrobus. El hombre del maletín reía mientras escuchaba al chofer. El muchacho hablaba por su celular, la rubia se dedicaba a lanzarme miradas; yo miraba todo, le sonreía a la rubia, me fijaba en el camino, pensaba en los pantalones a cuadros del muchacho y pensaba qué podía tener un individuo como aquel dentro del maletín.

Una parada. Entró un hombre moreno y bastante gordo, se sentó cerca de la puerta, ocupaba dos asientos, sacó un periódico y comenzó a leer. Siempre he encontrado ridículo el leer periódicos del día anterior y a ese le quedaban aproximadamente 30 minutos para caducar; más vale que avance el pobre gordo.

Otra parada. El muchacho de pantalones de cuadros se baja de la guagua, la rubia le tira una sonrisa, el gordo se queda dormido con el periódico en su panza, el hombre del maletín va hacía uno de los asientos cercanos, se lleva el maletín consigo, se sienta. Lo abre. Saca un viejo saxofón oxidado. Lo cuelga de unos de sus brazos, deja el maletín en el asiento y se saca una boquilla del bolsillo.

La rubia me seguía mirando, el gordo durmiendo, el chofer con una sonrisa miraba por el retrovisor y yo, yo lo miraba todo, pero más que nada miraba el tipo de saxofón. Estaba ansioso por presenciar aquel concierto de media noche.

El barbudo dio tres pequeños cantacitos al piso con su pie y comenzó a tocar, tocaba un blues, un blues nocturno, blues a la media noche en la Metrobus, un blues desde la capital a sus suburbios.

El gordo despertó moviendo la cabeza al ritmo de la música, la rubia sonreía, el chofer seguía sonriendo, yo los veía a todos con sonrisa dibujada en mi cara. Fue entonces cuando comencé a ver que desde el saxofón salían colores, que cada nota que tocaba el barbudo era un color. Eran rojas, púrpuras, verdes, amarillas, naranja; era un arcoiris el que salía de aquel oxidado saxofón.

Pero sucedió lo que temí que sucediera desde el momento en que el hombre sacó el saxofón del maletín. La ruta había terminado. Llegamos a la última parada. El gordo bajó sin su periódico, la rubia bajó, todavía tenía aquella picara sonrisita en su cara. El hombre del saxofón se sentó y comenzó a guardarlo, yo me levanté muy a mi pesar, si fuera por mi me hubiera quedado toda la madrugada dando vueltas en la guagua al son de aquel blues nocturno. Cuando abandoné la guagua, no había rastros ni del gordo, ni de la rubia, era como si la oscuridad se los hubiese tragado. Decidí esperar a que bajara el hombre del saxofón, le quería dar las gracias por ser el autor de aquel mágico momento. Pero nunca bajó. El último en bajar fue el chofer, aún con sus enormes lentes oscuros, le pregunté por el hombre del saxofón, no sabía de quien le hablaba.

lunes, 18 de junio de 2007

Faustino y el cielo

Sergio C. Gutierrez-Negrón

Faustino jamás había volado. Para él, el cielo era algo ajeno. El cielo estaba muy lejos. Demasiado alto para alguien de su estatura.

Faustino era un enano y un vendedor de impresoras. Había salido del país sólo en asuntos del trabajo. Había ido a Cuba y a las Islas Vírgenes. Una vez fue a América del Sur. Siempre en bote, nunca en aire, porque recuerda: Faustino jamás había volado.

En Abril del dos mil, dejó de vender impresoras y decidió comprar un pasaje de avión para la Argentina. No sabía por que había escogido ese destino, pero así lo hizo. No tenía amistades, ni tenía familia real. Era un enano solitario.

Vender impresoras había sido su vida. Jamás pensó que su trabajo terminaría. Ahora, en las mañanas, miraba al cielo. Seguía ajeno. Seguía demasiado alto. Estaba horas frente a su casa observando el cielo. Los vecinos pasaban por su lado, y confundidos dirigían su mirada hacia el cenit. Nunca encontraron lo que Faustino miraba. Para ellos, el cielo era común. Para ellos, el cielo estaba cerca. Para ellos, el cielo era sólo el lugar donde volaban los aviones de camino a Disney. Para Faustino, que jamás había volado, el cielo era libertad.

El día que Faustino iba a volar por primera vez, sufrió un infarto. Sus maletas cayeron a su lado y su pequeño cuerpo azotó contra el suelo del aeropuerto. Desde la ventana del hospital, pudo ver el avión huyendo sin él. Cada vez que cerraba sus ojos recordaba sus mañanas mirando el cielo. En las noches, soñaba con vender impresoras.

Faustino era un enano de treinta y dos años cuando tuvo su infarto. La mañana después, supo que no llegaría a los treinta y tres. Le tomó varios días salir del hospital. Compró otro pasaje, esta vez hacia España, y se preparó para viajar. En su estadía en el hospital, hizo amistad con una enfermera. Tenía cuarenta años y tres hijos. La llamó sólo para decirle que volaría. Ella, una mujer depresiva, decidió acompañarlo. El día después, compró un pasaje para España, y una impresora. Faustino, aunque la encontraba repugnante, le cogió cariño.El veinticuatro de mayo, cuando saldrían para España, la mujer de cuarenta años, y tres hijos, decidió suicidarse. Faustino tuvo que organizar el entierro. Sus tres hijos habían desaparecido. Desde la ventana del funeral, Faustino vio el avión partir para España.
Faustino no sentía cólera. No culpaba a nadie. No creía en el Destino, ni creía en Dios. La próxima noche fue a beber en un bar. Bebía vodka. A Faustino le encantaba el Vodka. Una mujer le pagó un trago. No todos los días lo invitaban a beber. La miró a los ojos y supo que para ella el cielo también estaba cerca. Esa noche, Faustino compró un último pasaje de avión. Esta vez, volaría a Chile. Faustino organizó todas sus cosas. El siete de junio se iría para Santiago.

Las tres mañanas que le precedían, las pasó mirando el cielo. Los vecinos lo miraban confundidos, y elevaban sus miradas al cenit. Al ver que no había nada, se largaban sin decir una palabra.

El día antes que Faustino volara, se le acercó la nueva vecina del piso donde vivía. Le preguntó qué observaba. Y él le contesto que observaba el cielo. Esperó por varios minutos que ella, como el resto, se largara. Pero no lo hizo. Se sentó a su lado, en silencio, y se quedó mirando las nubes.

Faustino se fue sin decir una palabra. Subió a su cuarto y la observó desde la ventana. Tres horas después, volvió a asomarse y todavía estaba allí mirando su cielo.

La mañana siguiente, Faustino salió con su maleta y encontró a la vecina mirando las nubes. Intentó alcanzar, con su mirada, el punto que ella miraba, pero no encontró nada.
- ¿Qué observas?- le preguntó él.
- El cielo.- contestó ella. – Ya te entiendo.
- Lo dudo.
- El cielo es libertad.- dijo, como en un susurro. – Está tan lejos… tan alto…
- El cielo es vida.- Dijo él, y decidió irse.
- El cielo es muerte.- Susurró ella. – Tú y yo somos demasiados pequeños para llegar al cielo. El cielo es muerte. El cielo es soledad. El cielo es la libertad más horrible que podríamos conocer.

Faustino la miró como jamás había mirado a alguien. La odiaba, pero ella entendía. Su cara se desfiguró y le dio una sonrisa. Ella se la devolvió y puso, otra vez, su mirada al cielo. Estaba perdida en él. Le sorprendió que ella, en menos de un día, hallase en las nubes aquél secreto que todos, hasta la genética, le habían prohibido. La envidiaba.

El siete de Junio, a las 3 y 30 de la tarde, Faustino puso sus pies en el avión. Se acomodó en su asiento. Guardó sus maletas, y miró por la ventana. Estaba ansioso por que despegara el avión. Se abrochó el cinturón, ignoró a la azafata, y pegó su mirada en el cristal. Sintió el pájaro de acero cobrar vida. Sintió el pájaro de acero comenzar a tomar vuelo; justo en el momento en que el avión entró al dominio del cielo, la cabeza de Faustino achocó contra la ventana. Estaba muerto.Faustino jamás había volado.

Tenía treinta y tres años y lo único que hizo en su vida fue vender impresoras.

viernes, 8 de junio de 2007

5 de junio de 2005. Intervención en Viejo San Juan.

Por Samuel Medina
tomado en parte de http://cataliticos.blogspot.com/

El pasado martes de galería, 5 de junio de 2007, la Asociación de Escritores Universitarios llevó a cabo una de sus primeras intervenciones. La actividad fue nominada Lavadora: "Los paños sucios se tienden en la casa...".

El grupo de participantes fue formado por Astrid J. Lugo, Sally Nieves, Octavio Aurelio, Juan Luis Ramos y Samuel Medina. La actividad consistió de una lectura de poesía y cuento a través de las calles y plazas del Viejo San Juan.

Como podrán ver en las imágenes, la lavadora fue totalmente tangible y funcional. Ni siquiera se pudo descartar la existencia de los cordeles con ropa guindada. Los integrantes de la intervención cargaron por todo San Juan con lavadora, ropa y cordeles en mano. Intervinieron en tres diferentes espacios. Primero en la Plaza de Dominó (junto ala iglesía San Francisco), donde lucharon con sus voces poéticas contra la ambientación de los troces de basura. Luego se mudaron a la Plaza de Armas, donde estuvieron mejores equipados, gracias a un obsequio de un patriota/anti-capitalista callejero que muy humildemente les prestó un megáfono. ¿Se les hace difícil visualizar? (take a look) Por poco tumban los cristales de Wendy's. Finalmente culminaron la actividad en una de las plazas en la calle de San Sebastián.

Para ver el video y otras fotos visite: http://cataliticos.blogspot.com/2007/06/fotos-intervencin-de-poesa-y-cuento-en.html

martes, 5 de junio de 2007

ESPECIAL PARA EN ROJO

por Rafah Acevedo
ESPECIAL PARA EN ROJO
Texto disponible en:
http://www.claridadpuertorico.com/articulo.php?id=6312

El pasado 24 de mayo la Guagua de la Poesía siguió su viaje por la ruta de la seda (Café Seda) en el Viejo San Juan. Como en los anteriores jueves (día oficial de los vallejianos) una pléyade de poetas, oyentes y beodos se dio cita para escuchar y leer durante horas. Los mecánicos de la Guagua estaban allí: Luis César Rivera, Angel Luis Méndez, Etnairis Rivera, Néstor Barreto, Elizam Escobar. Y por supuesto, los invitados de esa noche que son parte de la cantidad inusitada de bardos que pueblan un país tan asediado por la banal prosa de los discursos oficiales.

John Torres, autor de Fracturas del devenir, inició la lectura en tono low key, pero con textos buenos. Le siguió Xavier Valcárcel, con un acercamiento más performático. Valcárcel pertenece a la activa Asociación de Escritores Universitarios y su Monólogo del solitario es de los mejores poemas del hit parade actual. También leyeron Astrid Lugo, poesía de suaves matices eróticos, buena proyección escénica, y Sally Nieves, versos intimistas, de amor y muerte. Ambas pertenecen a la Asociación mentada.

La noche continuó con participaciones heterogéneas. Federico Irizarry, cuyo personaje bloguero es harto conocido y apreciado, leyó de su libro Kitsch y algunos textos inéditos. Actualmente dirige el Colectivo Sótano 00931. Raúl Guadalupe leyó textos de El tierno vidrio de la noche y algunos otros sueltos. Poeta lúcido. Luego Norka Pérez Lozada, quien hace hermosos libros artesanales, presentó un texto que tiene visos de pieza teatral.

De lejanas tierras llegaron poetas. Ivette Serrano, de San Sebastián del Pepino, directora de la revista Púrpura, tuvo paciencia y leyó con ímpetu. Michelle Rodríguez Olivero, jovencísima viuda de Rimbaud, demostró una madurez desusada con un dominio escénico refrescante. Llegó, cuentan, de las lejanas tierras de Aguadilla.

Eddie S. Ortiz, bibliotecario del Hades, complació al público con poemas mesurados, de fina orfebrería conceptual. Dejó sin tocar un bongó de cedro que trajo por si las moscas. Estuvo allí en lectura iniciática Jorge Lázaro, posiblemente el más joven de los pasajeros que haya montado en la guagua en sus dos décadas de historia. Y, sin embargo, poesía lograda y, disposición de ánimo acompañaronle.

La primera tanda culminó con una lectura impetuosa en la poderosa voz de Kairiana Núñez. Los poemas de Rafael Acevedo (Moneda de sal) alcanzaron límites insospechados con ella, que tuvo como fondo sonoro el ruido controlado del maestro electrónico Marco Trevisani. Grazie, grazie. En la segunda tanda, cuando leyeron otra veintena de poetas, las cervezas habían nublado mi entendimiento. Pero sé que todo estaba en buenas manos. Allí estaban Rosario Quiles, Carlos Glaster, Payo Canino, Norka….

La Guagua termina su periplo este jueves 31 de mayo, conducida por la poeta Etnairis Rivera. Feliz término.


sábado, 2 de junio de 2007

Trazos

Samuel Medina

¿Por qué querría una persona calva cepillarse el cabello? ¿Pero, de qué hablas, cómo podría cepillarse algo que no existe? ¿Cómo que no existe? Pues, has dicho que la persona es calva, o sea, no tiene cabello. Bueno, no era completamente calva. En realidad todavía le quedaba cabello, pero sólo por los lados y atrás; tú sabes, como Padre Tomás. ¿Te recuerdas de Padre Tomás, del colegio? Sí. Pues, más o menos el mismo tipo de peinado. Será falta de peinado. Como sea, la cosa es que me estaba meando. ¿Acaso cambiamos de conversación? No. Lo que sucede es que tuve que ir a mear y da la pata que siempre me lo encuentro en el mismo baño. ¿A quién? ¿Pues de qué estoy hablando? De la posibilidad. No es una posibilidad. Ocurrió. Entré al baño y ahí, otra vez, estaba. ¿Coño, pero a quién viste? Al conserje. ¿El de mantenimiento? Sí. Estaba parado frente a uno de los espejos, observándose mientras pasaba el peine por su cabeza. Seguí como nada y me encerré en uno de los baños con inodoro. ¿Por qué no fuiste al urinal? ¿Qué de importancia tiene la pregunta?Ninguna, sólo que me especificaste que te estabas orinando. Olvídate, digamos que prefiero mear en silencio. La cosa es que cuando terminé y fui a lavarme las manos todavía estaba ahí, siguiendo con el mismo movimiento del cepillo. Con una mano agarraba el poco pelo que le quedaba arriba del cuello y con la otra se cepillaba el tope, donde no le quedaba nada. En otras palabras, se estaba cepillando la piel. Creo que hasta pude alcanzar ver algunas marcas en su cabeza causadas por la presión de las puntas del peine. ¿Y qué pasó? Me paré justo al lado de él y empecé a torcer la llave para que saliera el agua. Aún podía observarlo por el espejo. Trazaba el peine desde su frente hasta el mismo centro de su cráneo. Y luego de lavarme las manos, justo en el momento que me dirigí a buscar papel para secarme, adivina qué. El conserje me estaba mirando, ofreciéndome una pequeña ración de papel. ¿Qué, y cogiste el papel? No. Le dije que estaba bien, que no necesitaba y salí rápido. Ni siquiera le di las gracias. Quizás le caíste bien. Mira, déjate de pendejaces. No, sólo me refiero a que eso no se da. ¿Qué no se da? Que alguien te ofrezca papel para secarte. Por eso digo que tuviste que haberle caído bien. Cállate. Primero que: ofrecerle papel a una persona en un baño es antihigiénico. Tú no sabes cuán asquerosas pudo haber tenido las manos. Y mucho más el conserje, que lo único que hace es bregar con la mierda que le dejan pegada al inodoro. ¿Pero entonces, le negaste el papel por lo extraño de la situación o fue que te dio asco? Ese no es el punto. ¿Y cuál es? Vuelvo. Las personas que no les queda pelo no se cepillan la cabeza. Mejor dicho; no pueden. Claro que pueden. ¿Cómo? Pudo haber sido que se estaba rascando el coco. Imposible. Yo vi cómo se pasaba el cepillo y de la manera que sus ojos aceleraban cada vez que terminaba el movimiento con las manos. Parecía que se iba a venir de la emoción del recuerdo. ¿De qué recuerdo? No sé, será el recuerdo del pelo. Quizás todavía piensa que tiene. ¿Qué dices, que está loco? Yo no creo en la locura. Yo creo que está loco. Ya sé, a lo mejor es como los soldados que regresan de la guerra sin brazos y piernas. ¿A qué te refieres? A pesar que pierden una extremidad sus cuerpos reaccionan como si ese pedazo todavía estuviera ahí, intacto. Sí pero, hay una gran diferencia entre perder el cabello y perder una parte del cuerpo. ¿Qué, ahora el cabello no es parte del cuerpo? Sí, lo es, pero no de la misma manera. Pero nada, digamos que esa sea la razón, ¿cuál es el punto entonces, que los soldaos mutilados al igual que el conserje están locos? Te digo que no es que estén locos, lo que pasa es que no se lo esperaban. ¿Qué no se esperaban? La pérdida. ¿Tan simple? Aparenta ser pero no lo es. ¿Y qué me dices de las pornos con mujeres sin piernas? ¿Pero, con qué tú vienes? Parece que no entiendes la seriedad del asunto. No. No la entiendo. Yo tampoco.

Samuel Medina nació en 1985 San Juan, PR pero a residido toda su vida en la dualidad que es Carolina. Concentra sus estudios en pre-farmacia en la facultad de Ciencias Naturales, Recinto de Río Piedras. Comenzó su vida literaria por los contornos de la poesía hace 3 años. Ha participado en talleres literarios de narrativa y poesía dirigidos por escritoras como Mayra Santos Febres, Yolanda Arroyo y Yara Liceaga. Actualmente transmuta las estructuras y fórmulas moleculares de la página virtual y revista literaria Agentes Catalíticos.