domingo, 22 de abril de 2007

Martini

Sergio C. Gutierrez-Negrón


Ella llega a la barra vestida en telas oscuras, con un par de gafas grandes, que sólo dejan al descubierto una nariz y varias pulgadas de cara.
Ella llega a la barra tarde, con su pelo suelto y blanco y libre sobre sus hombros; su dedo anular rodeado por una sortija oxidada.
Ella llega a la barra sola, se sienta en una esquina y pide por un martini.
Que sea doble.
El bartender la mira, porque no la ha visto antes. La mira también porque las gafas son demasiado grandes y demasiado oscuras para una señora de su edad. Se da cuenta que la incomoda, porque ella le dispara una mirada y le dice: me incomodas. Él regresa a su labor, a brillar con un paño sucio la barra de madera caoba encerada. Se limita a limpiar y a contestarle los pedidos a la señora por el resto de la noche.
Ella, su nombre es María (cómo sus hermanas, su madre, y todas las puertorriqueñas que ha conocido a través de su vida) bebe de su copa y cierra sus ojos, bebe de su copa e intenta recordar. Pero ella nunca lo ha logrado. No le funciona como en las películas, no le funciona eso de cerrar los ojos y ver las cosas tan puras como en filme. Sus recuerdos son oscuros, no tienen imágenes verdaderas, son formas deformes que no le dicen nada. Y cuando dice nada, es nada.
Suenan las campanitas de la puerta y entra un hombre alto, cano, que también tiene un par de gafas demasiado grandes para su cara. Se sienta al lado de ella y le mira la mano. Le está mirando la sortija. Con su dedo pulgar, ella le hace dar vueltas al pequeño aro.
“¿Estás casada todavía?” Le pregunta el don.
Ella bebe de su martini. Lo acaba y pide otro más. El bartender se acerca, sólo mirando la barra, sirve otro, y de un sorbo, ella lo termina. Pide otro.
“Eres viuda entonces.” Dice el hombre y ella lo busca con su mirada, detrás de sus gafas. Se conecta con las de él. Le mira la mano, pero no le ve nada.
“El dedo anular se llama así porque antiguamente se pensó que lo habitaba una arteria que lo conectaba directamente al corazón.” Le explica María.
El hombre no pide nada sino que se queda observándola. Se quita las gafas y le enseña sus ojos azules, pero cuando él coloca el par de anteojos oscuros sobre la barra ella devuelve su mirada a la bebida. No lo mira hasta que se pone de pie, y se va.
Deja las gafas.
Pide otro martini, le pide disculpas al bartender por lo que le dijo horita, y él le contesta que no hay problemas. Que a veces a la gente le gusta que los dejen en paz.
“¿Pero está uno en paz mientras vive?” Pregunta María, no obstante el hombre se da cuenta que no es a él la inquisitiva, así que se limita a retomar el paño y seguir brillando la barra. La pregunta flota en el aire, por un momento, como el humo del cigarrillo que ella carga en su cartera pero nunca enciende.
Ella acerca la copa a sus labios, exhala por un momento, y ve como su aliento recorre la superficie del líquido. Suena la campanita que anuncia la apertura de la puerta. Ella cierra sus ojos, y traga un poco.
“¿Estas gafas son tuyas?” Pregunta una voz femenina. La señora la mira y le dice que no. La joven está vestida en un traje blanco, con su pelo oscuro recogido en un moño fúnebre, y, al igual que el señor anterior, tiene un par de gafas puestas. Se ve demasiado joven para estar en una barra. Se ve demasiado vieja para estar vestida de blanco. La señora se da cuenta que la muchacha es completamente atemporal. No hay rastros ni de juventud ni de vejez en ella. Pero no importa. La gente no va tan tarde a aquél lugar para conversar. Sino para intentar estar en paz.
“Un martini, porfa.” Pide la muchachita pero el bartender nunca se lo sirve. Le toca el codo a María, como para llamarle la atención. “¿Son buenos?” Le pregunta, y luego especifica que habla del trago.
María la mira, mira su trago y levanta sus hombros.
“No te sabría decir” , le contesta. “No me encantan. Los bebo en homenaje a alguien.”
La muchacha se quita las gafas, y las coloca a su lado. Asiente con su cabeza y mira al bartender. Se queda en silencio por largos minutos que se escurren y empañan el brillo de la madera de la barra.
“Beber en homenaje. Eso es bastante noble”, dice finalmente la muchachita, con una voz que se quiebra a tiempo con las silabas. Se pone de pies y se va.
La señora mira los dos pares de gafas negras que han dejado sobre la barra. Son idénticos. Termina su martini y ya el bartender sabe que no tendrá que servirle más ninguno. Ella le da el dinero, baja del asiento, toma ambas gafas, las hecha en su cartera y sale el lugar.
Sube las calles adoquinadas y empinadas del viejo San Juan en sus tacos negros, en sus telas negras, con sus gafas negras, con mucho cuidado negro; evitando encajarse en las rendijas. Las calles están completamente vacías con excepción de un gato aquí, un vagabundo allá. El cielo está oscuro. Las luces de los postes tiemblan del frío.
Ella nunca ha podido recordar algo. Es un sífilis onírico lo que la consume, lo que no la deja ver a sus seres queridos como a ella les gustaría verlos. Llega a su edificio, desliza la llave con cuidado en el orificio, sube las escaleras, abre la puerta. La mirada del que la volvió viuda siempre está escondida para ella, detrás de una sombra grande y oscura que difumina las siluetas hasta que son nada. Saca el par de gafas de su cartera y las coloca en un armario que está lleno de ellas. Le gustaría verlos a todos. Mira las fotos de su esposo y de su fallecida muchachita, sentada en una barra rodeada de amigos, todos elevando sus pequeñas copitas de martini brindando por alguna lejana paz. Le gustaría poder imaginársela llegando a la barra con los amigos, así tan vestida de blanco, con su pelo en ese moño que siempre usaba. Pero nada. Nunca la ve. Nunca lo ve. Cierra los ojos y todo es oscuro.
Se sienta en un mueble demasiado viejo y exhala.
La casa está vacía.
Ella está sola y lo sabe y tiene miedo, y lo único que puede hacer es esperar.
Mira las fotos, cierra los ojos y nada. Vuelve a cerrar los ojos, a apretar sus puños, a pelear con las lágrimas y la maldita casa sigue estando tan vacía como la burda oscuridad que le prohíbe.
La casa está vacía. Siempre lo ha estado.

1 comentario:

Rafael dijo...

Lo encontré un poco lento al principio pero el final me hizo sentir un poco de la soledad de la protagonista, de su angustia. Lo que no pude captar fue el rol de las gafas. Que significaban?