lunes, 28 de mayo de 2007

Damián

Jorge Enrique Basmeson

Al mirar por segunda vez supe que eras tú.De primera sólo parecía un recuerdo, una memoria de ayer. El pelo castaño, hoy en hilachas y mal cortado. La piel, quemada al ras, y los ojos azules como el mar. Esos ojos a los cuales siempre les temí, hoy parecían de otro. La fiereza en la mirada la perdiste con el tiempo, con el llanto, con aquello. Ropa, harapos y un olor fétido que te carcome hasta la sien. Me vio y corrió hacia mí. Venía a su paso, con la cadera hendida en dos. Otra vez tuve miedo. ¿Me habrá reconocido? ¿Me puedes dar una peseta? No es pa' droga, es pa' comer. Se me quebró el alma, se me cayó al suelo, se despedazó, y mi amigo frente a mí sin saber quién soy.

Según me dijo, fue una tarde de verano mientras todos jugaban en la piscina. Él se entretenía aparte con una torre y un avión. Ese avión, maldito avión, que le arrancó a su padre. Cansado del juego sale corriendo a la piscina del vecino. Sin percatarse, al cruzar la brea, un carro aterriza en él. Impulsado por el golpe, tres metros más lejos quedó Damián tirado. Dos costillas rotas, una vértebra desviada, y la cadera hendida. Su papá muerto en el vuelo 567 con destino al Pacifico, y él a sus siete postrado en una cama sin poder jugar. Sólo quedó la torre, que más tarde se perdió con sus controles.

Lo conocí en la universidad, era nuestro primer año. Él, un joven alto y de cuerpo bien formado, con una mirada tan hermosa que producía miedo. ¿Me das un cigarrillo? Accedí y le pasé uno. ¿Soy Damián y tú? Así empezó nuestra amistad. Él estudiante de física y yo de biología. Aunque estábamos en la misma facultad era raro encontrarnos allí, más bien se le veía al salir de la biblioteca. Ese año nos amistamos tanto que la gente mal entendió, ahí van los dos, se les oía decir. Con el tiempo y sus historias fui perdiendo el miedo a su mirada. Aún recuerdo la vez que llegó con la boca rota a donde mí. Me pegaron; dijo y escupió sangre. Le abracé y sentí que las tripas se me agitaban. Se sinceró, me habló de su problema, de su vicio, su deuda eterna. Desde que papá murió no he sido el mismo. Primero estaba en negación, total, ¿quién necesita un padre ausente? A los doce fue que me pregunté por qué no me había salvado del ataque. Del esposo de mamá… Corría, intentó escaparse. Él era más fuerte. Me golpeó, lo golpeó y luego sin más ni más le toco el pecho. De ahí la mirada se le hizo muerte. Luego, de una, le baja el pantalón. Luchó, pero fue inevitable. El hombre que le triplicaba la edad lo hizo carne, lo socavó, lo despedazó y la cadera herida ya no era nada. Le implantó su torre; el niño perdió el control.

Cuando entró a la universidad, según me cuenta, vio al padrastro en otros hombres. Se metía en baños a pedir prestado el amor que su papá nunca le dio. Ahí empezó el vició, la adicción al falso amor, al sexo, luego a la droga. Un día, de esos de Dios, dejó los estudios. Nunca más lo volví a ver. Se dio al sexo, vendía amor; ¿Qué amor? Él no sabe lo que es eso, él nunca lo saboreó. Muchos lo daban por muerto, pero no. Ese día supe que llevaba la muerte encerrada en las cuencas del mar.

Para no herirlo no me identifiqué. Sé que su orgullo, de quedarle algún rastro, no aguantaría un minuto mi presencia. Saqué un billete, lo puse en el vaso. Bajó la cabeza y sonrió. De la boca de aquél, hoy hecho hombre, salió un gracias; con la misma voz azucarada de hace tantos años. No me pude contener y estallé en llanto. Clavó sus ojos en mí y mencionó unas palabras que aún no logro olvidar; Yo te he visto, y tú me has visto a mí, pero no recuerdo dónde, quizás hasta te conocí. Se me heló la sangre y el malestar producto de su mirada se hizo presente. Si hoy ves esto es porque nadie dijo no. Tornó su mirada, se alejó de mí con la cadera partida en dos. Sentí paz. Y aquel olor a trapo, a calle y a recuerdo quedó impregnado en mí para siempre.

Jorge Enrique Basmeson nació el 2 de mayo de 1986 en Río Piedras, Puerto Rico. Al momento persigue un bachillerato en Química en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Desde que era muy pequeño concentró su mirada a historias inventadas, a relatos nunca antes dichos y a narraciones de amor. Tiempo mas tarde entregó entrego todas sus armas y decidió por las ciencias. No es hasta ahora, años más tardes, que resolvió escribir en los momentos oportunos. Escribe de aquello que aprendió, de cosas inventadas y de aquello que calló.

domingo, 27 de mayo de 2007

El hombre siniestro

Carla Gil

Ayer en la tarde fui a dar mi acostumbrada ronda en bicicleta por el bosque. La tarde estaba preciosa, todo el día el cielo estuvo despejado, y ahora observaba el sol esconderse poco a poco entre las hojas. Iba observando el camino mientras me adentraba por las veredas. De vez en cuando se veía a lo lejos la casa de algún vecino; señoras que a esta hora daban de comer a sus animales y niños que exploraban en los arbustos para ver si así atrapaban algún insecto. Casi a punto de entrar en la espesura del bosque, me detuve en una roca enorme a respirar los últimos aires de civilización. Otra vez me fijé en las señoras y sus animales. Esta vez cerraban sus casas y llamaban a los niños adentro. Luego veía un humo salir por las chimeneas y sabía que en breve estarían todos reunidos en la mesa. Pronto aquella gente se iría a dormir y yo podría continuar con mis labores. Me quedé un rato más hasta que vi las luces apagarse. Todo estaba en orden. En ese mismo momento en que todo se volvió oscuro di un largo suspiro, recé un padre nuestro, y me volví a montar en la bicicleta.

Estuve corriendo en mi bicicleta por casi una hora. El sol hace rato ya se había escondido, y me encontraba en el último tramo transitable a punto de terminar mi ronda. Más allá de esa vereda lo que quedaba era tierra virgen. Algún día vendré a explorar esta zona –me dije y pisé otra vez el pedal de mi bicicleta para regresar a mi cabaña donde me esperaba mi perro.

La vida de un guardabosques es muy solitaria. A menudo sólo te acompaña el ruido de las lechuzas por la noche, y el ladrido de tu perro cuando regresas. No hace mucho fue que acepté este trabajo. A la gente de este pueblo al parecer, no le gusta meterse al bosque de noche. Ningún local había solicitado la plaza. El último guardabosques que tuvo este pueblo, murió en condiciones muy extrañas mientras daba su ronda. Eso fue lo que escuché comentar a alguien cuando solicité el puesto. Pero yo como era nuevo en aquél lugar, y ya todos los puestos que hay para extranjeros estaban ocupados, decidí tomar el empleo.

Luego de varios meses haciendo la ronda descubrí que nada nuevo pasa en estas veredas, y sólo una vez sentí miedo. Recuerdo que para entonces se había esparcido el rumor entre los vecinos del área de que ya varios habían visto una criatura muy rara meterse en el bosque. Decían que medía más de un metro ochenta y que tenía unas garras como de lobo furioso. Como usualmente no creía en esas cosas, no hice mucho caso de los rumores. Además, casi siempre terminaba la ronda a eso de las nueve cuando todavía quedaba gente despierta; y los que afirmaban ver al “hombre siniestro” como le llamaban, coincidían en que se aparecía entre la una y las tres de la madrugada. Todas las tardes antes de salir a cumplir con mis labores doña Jimena, una anciana que vivía cerca de mi cabaña, me advertía que tuviese cuidado con el hombre siniestro. No se preocupe doña –le decía. Y me montaba en mi bicicleta a dar la ronda.

Un día salí de mi casa un poco más tarde de lo usual. Ese día mi perro había desaparecido y me pasé toda la tarde buscándolo. Al fin, como a eso de las siete de la noche lo encontré muerto en una de las carreteras cerca de mi casa. Al parecer se había escapado y un carro lo había atropellado. Me eché a llorar en plena carretera como un tonto y un señor que siempre veía por el pueblo pero que aún no conocía, pasó con su carro y me ayudó a enterrarlo.

Esa noche llegué en mi bicicleta hasta el puesto de seguridad del bosque, para decirle a mi supervisor que no daría la ronda esa noche.
Haces bien –me dijo– ya es muy tarde, y con eso del hombre siniestro no me gustaría otra baja en el cuerpo de seguridad del bosque. Lo miré extrañado, la gente en este pueblo es muy supersticiosa. Pero jamás pensé que mi supervisor, un hombre que se veía tan serio, fuese a creer en tales cosas.

Al salir del puesto de seguridad, me fijé en unos papeles que recién habían colocado en el tablero de avisos. La mayoría era de gente reclamando mascotas u objetos perdidos. Pero luego me fijé en uno donde hablaban del hombre siniestro.
Lo puso doña Jimena esta tarde. -dijo mi supervisor.
¿Doña Jimena? –pregunté extrañado.
–me contestó– dice que anoche cuando estabas dando la ronda sintió unos ruidos extraños por su casa y decidió salir afuera a investigar, pero tu perro la atacó. Así que tomó eso como una señal de que algo raro estaba pasando y decidió encerrarse otra vez en su casa. Pero siguió investigando desde la ventana y ahí fue cuando vio al hombre siniestro.

Mi supervisor se levantó de su escritorio y comenzó a buscar en los archivos. Al cabo de pocos minutos me entregó un sobre amarillo donde estaba el informe del caso. En el informe ponía que se trataba de un ser de aproximadamente dos metros y medio con aspecto de hombre. Tenía las manos muy grandes y garrosas; la piel un poco escamosa y opaca como la de los reptiles. De la boca le salían colmillos afiladísimos y enormes y tenía los ojos rojos como un demonio. En fin, típico monstruo, y doña Jimena lo había visto esa tarde.
Un poco exagerado, ¿no? –le comenté a mi supervisor.
–contestó levantando la vista desde su asiento.– La gente suele ponerse sensacionalista en estos casos. Pero ahora váyase, que ya es muy tarde.
Miré mi reloj y ya eran las diez de la noche. ¡Coño, como pasa el tiempo! –exclamé. Y me subí de prisa a la bicicleta.

Camino a casa me detuve un rato frente al bosque. Sentía curiosidad por lo que todos decían ver y me propuse ir a investigar. Todavía a esta hora era temprano; pero si doña Jimena decía haber visto al hombre siniestro fuera de la hora en la que normalmente la gente lo veía, entonces había posibilidad de que yo lo viera también. Dejé mi bicicleta a la orilla del camino, agarré una linterna que siempre traía por si me agarraba la noche y me apresuré a entrar al bosque. Estuve caminando por más de dos horas sin encontrar nada. A menudo escuchaba ruidos extraños y me sugestionaba un poco, pero luego pasaba y todo seguía igual. Una de esas veces una ardilla saltó en mi espalda y por poco muero de un sobresalto. Luego me recuperé del susto y seguí caminando. Crucé todo el bosque con mi linterna hasta llegar al final de la última vereda, donde luego lo que restaba era naturaleza virgen. Al llegar ahí miré reloj.

Eran las 2:45am. En ese momento comenzaron a pasar a gran velocidad todas las historias sobre el hombre siniestro por mi mente. Como supuestamente había descuartizado un niño hace unos días. Yo mismo vi el cadáver. La verdad era que sí era un caso algo perturbador. Y aunque se lo adjudicaron a un asesino en serie que tenía el mismo cuadro de comportamiento, los vecinos tenían razón de pensar que aquello fue obra del siniestro. Lo peor es que había un testigo. Un hombre bastante mayor decía haberlo visto arrastrar al niño hasta el bosque, pero la policía pensaba que el viejo estaba loco, pues no era la primera vez que el mismo señor se inventaba historias como esta, y no tomó en cuenta su testimonio. Yo tampoco le creí, pero en este momento confieso que llegué a sentir miedo. Y no en vano, pues en ese mismo instante en que me acordaba de cómo habían quedado acomodadas las entrañas del niño sobre la tierra mojada del bosque, escuché un gruñido espantoso muy cerca de donde estaba.

Maldije haber dejado la bicicleta en la entrada del bosque; ahora más que nunca deseaba tenerla conmigo. Apagué la linterna para que la luz no me delatara y corrí como mejor lo permitieron mis pies. Varias veces tropecé y caí, pero pronto me levantaba y continuaba corriendo. Ya llevaba meses recorriendo todos los días estas veredas y conocía el camino de memoria. Esta vez que estaba en total oscuridad lo comprobé. Y no sé si era el miedo que sentía en el momento pero corría a una velocidad increíble; tanto que lo que me tomó casi tres horas en cruzar, lo crucé en lo que calculé fueron veinte minutos. Pero todavía no había llegado hasta donde había dejado la bicicleta cuando lo vi.

No se parecía nada a lo que decía la gente. No medía dos metros y medio, ni un metro ochenta. Jamás le vi escamas en la piel ni tenía los ojos rojos. Más bien parecía un ser inofensivo. Un anciano al que le habían crecido demasiado las uñas y que estaba hecho una mierda porque llevaba mucho tiempo sin asearse. Cuando lo vi estaba a punto de llevarse mi bicicleta y en cuanto me vio se echó a correr. Lo dejé ir. Estaba deshecho con la corrida; y todavía me faltaba comprender qué fue exactamente lo que escuché en el bosque. Pero una cosa sí me quedó bien clara. No había ningún monstruo o cosa parecida que temer en la zona. Hombre siniestro sí. Pero a ese, a ese no había nada que temerle…

Carla Gil nació en Hato Rey un miércoles 4 de febrero de 1987, pero pasó toda su vida traficando cobitos en las playas de Arecibo. Desde pequeña se dedicó a los juegos morbosos y a contar cuentos de terror que a menudo inventaba para sus amigos. Hoy día completa un bachillerato en Historia del Arte en el Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico, que espera terminar pronto. En sus ratos libres disfruta de buscar ovnis en el cielo, y de leer revistas sensasionalistas a escondidas de su hermana. Es también pintora y cantante; y aspira a escribir algún día una novela sobre su niñez retorcida.

sábado, 26 de mayo de 2007

Para un nómada

Ástrid Lugo

Vienes del sol,
y cuando me tocas
siento que exprimes
un poco
mi poca dulzura.
No te conozco,
y parece que mirase
los ojos más grandes,
llenos de silencios,
de risas,
de arrugas y esquinas:
si me besas,
me quemas,
me haces recordar
que hay tanto que no sé
de ti,
de tus calaveras bailarinas.
Te extraño sin tenerte nunca,
quiero que me abraces,
que intentes desnudarme
otra vez,
otra vez sin resistencia.
Extraño tus manos con las mías,
que las pongas
en mi cara,
extraño morderlas,
y a tu boca.
No te conozco (extraño),
no sé a qué juegas con
abrazos largos
de latidos comprometedores,
pero te beso las manos en este silencio,
y me sonrojo en
los cristales de tus ojos,
en las tertulias
susurradas
al oído,
en aquel balcón
lluvias de nuestro
siempre
mojado
mes.

miércoles, 16 de mayo de 2007

miércoles, 9 de mayo de 2007

El profesor. (de la serie Crónicas de Bayamón)

Juan Luís Ramos

El profesor Roberto Encarnación acostumbraba todas las tardes, luego de salir de la universidad, pararse en la barra de su compadre Nelson a darse un par de cervezas y escuchar a Maelo en la vellonera. Ese era el ritual del profesor Roberto Encarnación desde hacía cinco años. Era una barra como esas que se encuentran en la Calle Comerío; una vellonera, diez butacas y una mesa billar que por la noche se convertía en tablero para jugar topos. Ésta siempre estaba desierta a la hora en la que el profesor llegaba; nadie acostumbraba aquel bar a las dos de la tarde. Sólo Nelson, el profesor y Maelo. Pero aquella tarde, al profesor llegar, se llevó la sorpresa de que alguien más estaba en la barra. Era un hombre negro de cuerpo fornido, cargaba con una cicatriz en el lado izquierdo de su rostro. Estaba sentado en la otra esquina de la barra de la que acostumbraba el profesor, los dividían ocho butacas. La vellonera sonaba al Gran Combo, el negro de la cicatriz lo había puesto.

El profesor bebía tranquilamente su cerveza, cuando escuchó al negro de la cicatriz decir en voz alta “yo le parto la cara al que sea”, dando un manotazo en la barra y moviéndose a la butaca de al lado. Miraba al profesor y volvía a hacer lo mismo “Yo le parto la cara al que sea”. El profesor, que era una persona tranquila pero nada cobarde, agarró la navaja con la que siempre andaba por si las cosas se ponían calientes. El negro volvía a hacer lo mismo. Ya estaba a tres butacas de distancia cuando el profesor se paró de su butaca y mirándolo a los ojos dijo
“mire licenciado, yo no le parto la cara a nadie, pero si usted me toca le juro por lo más sagrado que lo mato aquí mismo”

El negro de la cicatriz lanza una carcajada y dice “Ahh, usted es mi amigo, a si me gustan, guapos, bravos, usted es mi amigo, Nelson tráele una cerveza al profesorcito” Nelson muerto de la risa pone las cervezas frente a su compadre y le dice
“Roberto, tranquilo, yo lo conozco, es una broma”.

Esa fue la última tarde que el profesor fue a la barra de su compadre Nelson.

domingo, 6 de mayo de 2007

Galateas

Sergio C. Gutierrez-Negrón


Se me escapa la explicación de por qué cuando cierro los ojos me encuentro en el cuadrángulo de Tiananmen caminando entre un hormiguero de plomo picante. Los pedazos de piel y de plasma me guindan, al igual que la flema rojiza, y continúo por esos lares buscando a alguien que no puedo reconocer.
Todos se me parecen.
Una de las mujeres, que son una misma mujer, se detiene frente a mí, con su pequeña faldita de niña de escuela superior y me dice algo. No sé si está haciéndome un llamado, regañándome, o condenándome porque todo me suena afín. Siempre silban hostiles. Le apunto hacia donde los estudiantes han tumbado al tanque de guerra y ella sonríe. Sonríe una sonrisa de perlas blancas y espuma. Como Galatea.
Fusilo el pensamiento y continúo trotando.
Un soldado alza su rifle hacia mí, pero yo soy muy rápido, con un fluido movimiento de mi muñeca le llevo la cabeza enredá. Llego al extremo del noroeste, a la falange de soldados verdosos con sus ametralladoras apuntándome. Me disparan y me quitan la cámara. No me había dado cuenta que tenía una camcorder en la mano.
Me doy la vuelta, creo que huyéndole.
Comienzo a buscar a la muchachita del rato anterior, pero la confundo. Detengo a otra chamaquita que me mira asustada. En su vida había visto a alguien tan largo y tan oscuro. Le hablo, y te aseguro que para ella todos sonamos iguales. Deduzco algo de los enredos que habla: susurra Polifemo. Probablemente es estudiante de literatura del Siglo de Oro español. (Me dijeron que uno de los centros de investigación de Julia de Burgos más grandes está en China. Nunca supe si creerle a la profe.)
Le voy a preguntar por la de orita, pero una de las hormigas metálicas le vuela la cabeza y me embarra de su aceite carmesí. Lo saboreo. Sabe diferente. De repente me pregunto si la tienen virá, como dicen las gentes vulgares por ahí.
Al rato, veo al tanque de guerra, y me acuerdo que le había dicho que estaban allí los estudiantes.
Tienen a un soldado amarrado, con cadenas, en contra del tanque de guerra. La punta del monstruo metálico de repente me parece fálica.
La muchacha original, mi Eva asiática, me mira y sonríe levantándome un pequeño lighter. No, no fumo, le contesto y me doy cuenta que no me ofrecía una luz. Me doy cuenta porque veo que lo acerca al soldado, que está empapado en algo, y lo veo encenderse en fuego.
Todos los fuegos el fuego.
El fuego los hombres, y los hombres el hombre.
Ella se ríe. Se ríe como una sirena navaja que acalambra espuma salina.
Corro hacia a ella, porque la falange militar se comienza a mover hacia nosotros,la empujo, la tumbo contra el suelo, la aguanto en contra de su voluntad, la atrapo en un abrazo y corro hacia el otro lado de la plaza. Allí hay otro pelotón, y desafortunadamente, la memoria de la tarde en la que conocí el hielo no me llega.

Siempre me levanto ahí. Pero no me levanto hacia la realidad, sino que es un desplazamiento lo que hago; es más un viaje que un levantar del todo. Me encuentro en un pasillo de nueve pies de ancho, y miles de largo. Veo una masa de judíos apestosos, desnudos, empujándome, picando pedacitos de sus billetes mientras andan. Alguien los empuja desde el otro lado, pero son tantos que no puedo ver nada. Todos están rompiendo lo que tienen y comprendo en su hebreo que condenan a otros individuos, que no van a coger lo poco que nos quedan. No nos van a robar más.
Estamos en el Camino al Cielo, me dice otro. Una mujer calva se tropieza en contra mía. Está desnuda. Se cae sobre mí y casi nos pisa la multitud. No sé que hacer. Veo su mirada tan errática que lo único que se me ocurre es besarla. La beso. Le empujo mi lengua dentro de su boca, y no recibo la de ella de vuelta. Lo que siento es una boca llena de un foam terrible. Me sabe a ajonjolí.
El miedo sabe a ajonjolí.
Ella está inmóvil. No sé si por mi, por el miedo, o porque me desea. Así que llevo mis manos hacia sus nalgas y las aprieto.
Me pongo de pies, la ayudo a levantarse, y como me dijeron que estamos en el camino al cielo, la cojo en mis brazos, ella me sonríe, como una Galatea, y corro en la dirección que todos los demás corren.
Llegamos a una casa, gigantísima. Más un almacén que una casa y veo que hay duchas. Le digo que no se preocupe. Que una vez caiga el agua, nos escaparemos. Pero nunca sale agua. Entran miles de personas y les grito que no caben más. Pero siguen entrando hasta que siento que me convierto en una sardina y me apesta a aluminio.
Es en ese momento es que comienza a llover gas. Comienzan a toser. A gritar. Y puedo asegurar que aún a dos millas de aquí se pueden escuchar los gritos. Primero, pues claro, un grito intenso como de fin de mundo, pero luego desciende, todos en unísono, hasta que se vuelve el zumbar de una abeja como fin de parto. Hasta que no se escucha nada. Hasta que miro a mi alrededor y están todos muertos. Están todos muertos y de pies, y convulsionando y tan apretados que no pueden caerse y morir como dios manda que se muera la gente.
Cuando entran los rubitos, veo una forma de escaparme. Comienzan a sacar a los cadáveres, a tirarlos en trenes, a dormir con plomo a los que aún tiemblan y no sé como no me ven, así tan llamativo, escurrirme por sus lados y saltar las vallas. Me asusto mucho. Sudo un sudor pegajoso hasta que llego a un borde donde queman cuerpos, y entre las llamas veo un rectángulo de luz más verdosa. Cojo impulso y salto a ese cuadrángulo, que es el cuadrángulo de despertar, y me despierto.

Estoy vivo. Huele a potpurrí. Estoy en mi cama. Sudado y desnudo. Busco a mi esposa a mi lado, pero no la encuentro. Beba, ¿dónde estás?
No me contesta nada, pero escucho unos sollozos desde el baño.
Me pongo de pies en silencio, camino con cuidado y me asomo a la puerta.
Mi mujer está sentada sobre el inodoro, desnuda, con una mano soportando una cara que está roja de llorar tanto, y la otra aguantando un potecito de pastillas grandes, que la matan lentamente. Camino a donde ella. Me golpea. La abrazo y le sobo la blanca cabeza que ha sido rapada por las frías tijeras de la quimo.
Nena, vas a estar bien, le digo, y en verdad me lo creo aunque todo el mundo que conozco se ha muerto de lo mismo.

Ella levanta su mirada hacia mí. Hace una mueca fea porque le duele mucho, y la sobo más duro. Intenta sonreír y le digo que no lo haga. La abrazo fuerte, pero entre mis brazos de volcán polifémico se me vuelve espuma inmaterial que se llevan las olas cuando retroceden y, eventualmente, me quedo solo, allí, sentado sobre el inodoro, llorando porque siempre termino perdiéndolas. Llorando porque Galatea está ausente, y porque siempre que intento se me desvanece.

sábado, 5 de mayo de 2007

La prospección de los altares, un brindis por aquellos que se suman a la estadística sin considerarla una señal de lo que es una estructura ineficaz.

Rubén Ramos


Sobre arroz
vuela la paloma
picoteando un aguacero.

El hambre
suspira por la felicidad
de quienes la mesa
hace pares.

Frente a ellos
una vez mas
un plato vacío
que espera
la prosperidad de los clavos
y que no germine
en alguna cerradura
como maleza
la cara enterrada del miedo.
Un golpe,
luego a lo lejos una campanada.

Se abre la puerta.

Una lágrima va a galope
sobre la espalda
de un coche
que abre sus puertas.

Decidida avanza,
arrastrando
la mugre de los otros
en su camino.
Con su vestido
Recoge los escombros
de las princesas
con vestigios de barriga.
Los juglares como pingüinos.
Las reinas
permitiendo que otra
más se sume a su sombra.
Una corte obsoleta
asume
la cercanía como suya
dándole matices de ternura
a lo que supura
la proximidad de la noche
entre gemidos.

Adentro se depara el tiempo
Como una fábula.
Afuera
una idea
registra
entre sus dedos
escapar.

Un brillante
se sostiene nervioso
en las manos
de un sepulturero
con una promesa
cuyo domicilio
lo concibe
un blanco sin significancia
por siempre sostenido
sobre granos que llueven
de entre las alas de una cigüeña
que celebra embriagada
con sonrisa de almendra
la igualdad de sus errores.

Tres pisos azucarados,
un corte para darle de comer de su mano.
Cómanse los dedos,
digieran su ingenuosidad
hasta que caguen los huesos.
Después fidelidad
a los círculos concéntricos
que el estomago retiene
para que compartan el mismo eje
en su desdicha intestinal.

Frente a ustedes
otro plato vacío.
El hambre
se mantiene persuasiva.

jueves, 3 de mayo de 2007

miércoles, 2 de mayo de 2007

Pronóstico

Jocelyn Pimentel

a los sueños, porque siempre son.

con tu imagen sobre mi piel
me torno copiosa:
un millar de agujas me hincan
y su hormigueo pellizca la realidad.
por eso decido hospedarte
en la fricción,
casi casi sin creer lo que veo,
o lo que hago,
o lo que te convierte en inquilino:
entre labio y labio
tu mirada mirándome
y tus ojos sentados
a orillas del camino oscuro,
hilándose una historia
de saliva y sal.
y una muerte pequeña
se hace enorme
cuando te quedas pegado a la retina
acariciando el suceso,
y el móvil del occiso son tus dedos,
o quiero decir, tu abrazo,
o quiero decir, tu cuerpo.
mas copiosa, te digo:
no traigas paraguas,
conozco tu oficio de pez.
y ya no soy mujer,
-ni isla,
soy toda agua entre tu boca y el sueño.

Jocelyn Pimentel. Arquitecta en entrenamiento, capricorniana, bebedora de café con leche, aspirante a poeta, amante de la verdad, detallista, pintora "in the making", apasionada por las cosas de Brasil, habladora de tres idiomas-inglés, español, portugués-y en espera de aprender muchos más, adoración con la risa de los niños, todo sonrisas cuando me saben hacer sonreir, seria para mis cosas importantes, preocupada con las cosas de la familia, propietaria de Ru- en otrora un gato egipcio, jaja- admiradora de Neruda y la poesía en general, bañista ocasional de la lluvia, también en ocasiones bailarina de salsa, terca como yo sola, buena amiga, pero sobre todo, admiradora de las cosas sencillas de la vida.

martes, 1 de mayo de 2007