domingo, 6 de mayo de 2007

Galateas

Sergio C. Gutierrez-Negrón


Se me escapa la explicación de por qué cuando cierro los ojos me encuentro en el cuadrángulo de Tiananmen caminando entre un hormiguero de plomo picante. Los pedazos de piel y de plasma me guindan, al igual que la flema rojiza, y continúo por esos lares buscando a alguien que no puedo reconocer.
Todos se me parecen.
Una de las mujeres, que son una misma mujer, se detiene frente a mí, con su pequeña faldita de niña de escuela superior y me dice algo. No sé si está haciéndome un llamado, regañándome, o condenándome porque todo me suena afín. Siempre silban hostiles. Le apunto hacia donde los estudiantes han tumbado al tanque de guerra y ella sonríe. Sonríe una sonrisa de perlas blancas y espuma. Como Galatea.
Fusilo el pensamiento y continúo trotando.
Un soldado alza su rifle hacia mí, pero yo soy muy rápido, con un fluido movimiento de mi muñeca le llevo la cabeza enredá. Llego al extremo del noroeste, a la falange de soldados verdosos con sus ametralladoras apuntándome. Me disparan y me quitan la cámara. No me había dado cuenta que tenía una camcorder en la mano.
Me doy la vuelta, creo que huyéndole.
Comienzo a buscar a la muchachita del rato anterior, pero la confundo. Detengo a otra chamaquita que me mira asustada. En su vida había visto a alguien tan largo y tan oscuro. Le hablo, y te aseguro que para ella todos sonamos iguales. Deduzco algo de los enredos que habla: susurra Polifemo. Probablemente es estudiante de literatura del Siglo de Oro español. (Me dijeron que uno de los centros de investigación de Julia de Burgos más grandes está en China. Nunca supe si creerle a la profe.)
Le voy a preguntar por la de orita, pero una de las hormigas metálicas le vuela la cabeza y me embarra de su aceite carmesí. Lo saboreo. Sabe diferente. De repente me pregunto si la tienen virá, como dicen las gentes vulgares por ahí.
Al rato, veo al tanque de guerra, y me acuerdo que le había dicho que estaban allí los estudiantes.
Tienen a un soldado amarrado, con cadenas, en contra del tanque de guerra. La punta del monstruo metálico de repente me parece fálica.
La muchacha original, mi Eva asiática, me mira y sonríe levantándome un pequeño lighter. No, no fumo, le contesto y me doy cuenta que no me ofrecía una luz. Me doy cuenta porque veo que lo acerca al soldado, que está empapado en algo, y lo veo encenderse en fuego.
Todos los fuegos el fuego.
El fuego los hombres, y los hombres el hombre.
Ella se ríe. Se ríe como una sirena navaja que acalambra espuma salina.
Corro hacia a ella, porque la falange militar se comienza a mover hacia nosotros,la empujo, la tumbo contra el suelo, la aguanto en contra de su voluntad, la atrapo en un abrazo y corro hacia el otro lado de la plaza. Allí hay otro pelotón, y desafortunadamente, la memoria de la tarde en la que conocí el hielo no me llega.

Siempre me levanto ahí. Pero no me levanto hacia la realidad, sino que es un desplazamiento lo que hago; es más un viaje que un levantar del todo. Me encuentro en un pasillo de nueve pies de ancho, y miles de largo. Veo una masa de judíos apestosos, desnudos, empujándome, picando pedacitos de sus billetes mientras andan. Alguien los empuja desde el otro lado, pero son tantos que no puedo ver nada. Todos están rompiendo lo que tienen y comprendo en su hebreo que condenan a otros individuos, que no van a coger lo poco que nos quedan. No nos van a robar más.
Estamos en el Camino al Cielo, me dice otro. Una mujer calva se tropieza en contra mía. Está desnuda. Se cae sobre mí y casi nos pisa la multitud. No sé que hacer. Veo su mirada tan errática que lo único que se me ocurre es besarla. La beso. Le empujo mi lengua dentro de su boca, y no recibo la de ella de vuelta. Lo que siento es una boca llena de un foam terrible. Me sabe a ajonjolí.
El miedo sabe a ajonjolí.
Ella está inmóvil. No sé si por mi, por el miedo, o porque me desea. Así que llevo mis manos hacia sus nalgas y las aprieto.
Me pongo de pies, la ayudo a levantarse, y como me dijeron que estamos en el camino al cielo, la cojo en mis brazos, ella me sonríe, como una Galatea, y corro en la dirección que todos los demás corren.
Llegamos a una casa, gigantísima. Más un almacén que una casa y veo que hay duchas. Le digo que no se preocupe. Que una vez caiga el agua, nos escaparemos. Pero nunca sale agua. Entran miles de personas y les grito que no caben más. Pero siguen entrando hasta que siento que me convierto en una sardina y me apesta a aluminio.
Es en ese momento es que comienza a llover gas. Comienzan a toser. A gritar. Y puedo asegurar que aún a dos millas de aquí se pueden escuchar los gritos. Primero, pues claro, un grito intenso como de fin de mundo, pero luego desciende, todos en unísono, hasta que se vuelve el zumbar de una abeja como fin de parto. Hasta que no se escucha nada. Hasta que miro a mi alrededor y están todos muertos. Están todos muertos y de pies, y convulsionando y tan apretados que no pueden caerse y morir como dios manda que se muera la gente.
Cuando entran los rubitos, veo una forma de escaparme. Comienzan a sacar a los cadáveres, a tirarlos en trenes, a dormir con plomo a los que aún tiemblan y no sé como no me ven, así tan llamativo, escurrirme por sus lados y saltar las vallas. Me asusto mucho. Sudo un sudor pegajoso hasta que llego a un borde donde queman cuerpos, y entre las llamas veo un rectángulo de luz más verdosa. Cojo impulso y salto a ese cuadrángulo, que es el cuadrángulo de despertar, y me despierto.

Estoy vivo. Huele a potpurrí. Estoy en mi cama. Sudado y desnudo. Busco a mi esposa a mi lado, pero no la encuentro. Beba, ¿dónde estás?
No me contesta nada, pero escucho unos sollozos desde el baño.
Me pongo de pies en silencio, camino con cuidado y me asomo a la puerta.
Mi mujer está sentada sobre el inodoro, desnuda, con una mano soportando una cara que está roja de llorar tanto, y la otra aguantando un potecito de pastillas grandes, que la matan lentamente. Camino a donde ella. Me golpea. La abrazo y le sobo la blanca cabeza que ha sido rapada por las frías tijeras de la quimo.
Nena, vas a estar bien, le digo, y en verdad me lo creo aunque todo el mundo que conozco se ha muerto de lo mismo.

Ella levanta su mirada hacia mí. Hace una mueca fea porque le duele mucho, y la sobo más duro. Intenta sonreír y le digo que no lo haga. La abrazo fuerte, pero entre mis brazos de volcán polifémico se me vuelve espuma inmaterial que se llevan las olas cuando retroceden y, eventualmente, me quedo solo, allí, sentado sobre el inodoro, llorando porque siempre termino perdiéndolas. Llorando porque Galatea está ausente, y porque siempre que intento se me desvanece.

4 comentarios:

Ëthel dijo...

Me dejas perpleja, no sé si comentar... pero aquí está. Debo leerlo otra vez, no sé si lo entendí. Esa gente, tanta violencia. Siempre pienso que el cáncer es un campo de concentración portátil, integrado. Tanta gente sometiéndose a la radiación para curar lo mismo que ésta provoca. Es absurdo, pero funciona igual que el veneno de las culebras. Me parece excelente.

Unknown dijo...

amen al bacalao, amen al arroz con pollo
todo rima con petardo, vamonos pal bano...

viste yo soy escritor..

Malva Marina dijo...

EXCELENTE SERGIO! COMO SIEMPRE :)

Rafael dijo...

ME PARECIO BRILLANTE TU CUENTO!!! Dios, al principio no entendia lo que pasaba. Me setia en una especie de pesadilla caricaturesca. Todo era tan extraño que no podia distinguir lo que pasaba. Todo me hizo sentido al saber que la esposa del protagonista tenia cancer. Me puse a pensar en lo antes narrado y todo encajó. Muy brillante, para mi gusto personal, exquisito.