domingo, 27 de mayo de 2007

El hombre siniestro

Carla Gil

Ayer en la tarde fui a dar mi acostumbrada ronda en bicicleta por el bosque. La tarde estaba preciosa, todo el día el cielo estuvo despejado, y ahora observaba el sol esconderse poco a poco entre las hojas. Iba observando el camino mientras me adentraba por las veredas. De vez en cuando se veía a lo lejos la casa de algún vecino; señoras que a esta hora daban de comer a sus animales y niños que exploraban en los arbustos para ver si así atrapaban algún insecto. Casi a punto de entrar en la espesura del bosque, me detuve en una roca enorme a respirar los últimos aires de civilización. Otra vez me fijé en las señoras y sus animales. Esta vez cerraban sus casas y llamaban a los niños adentro. Luego veía un humo salir por las chimeneas y sabía que en breve estarían todos reunidos en la mesa. Pronto aquella gente se iría a dormir y yo podría continuar con mis labores. Me quedé un rato más hasta que vi las luces apagarse. Todo estaba en orden. En ese mismo momento en que todo se volvió oscuro di un largo suspiro, recé un padre nuestro, y me volví a montar en la bicicleta.

Estuve corriendo en mi bicicleta por casi una hora. El sol hace rato ya se había escondido, y me encontraba en el último tramo transitable a punto de terminar mi ronda. Más allá de esa vereda lo que quedaba era tierra virgen. Algún día vendré a explorar esta zona –me dije y pisé otra vez el pedal de mi bicicleta para regresar a mi cabaña donde me esperaba mi perro.

La vida de un guardabosques es muy solitaria. A menudo sólo te acompaña el ruido de las lechuzas por la noche, y el ladrido de tu perro cuando regresas. No hace mucho fue que acepté este trabajo. A la gente de este pueblo al parecer, no le gusta meterse al bosque de noche. Ningún local había solicitado la plaza. El último guardabosques que tuvo este pueblo, murió en condiciones muy extrañas mientras daba su ronda. Eso fue lo que escuché comentar a alguien cuando solicité el puesto. Pero yo como era nuevo en aquél lugar, y ya todos los puestos que hay para extranjeros estaban ocupados, decidí tomar el empleo.

Luego de varios meses haciendo la ronda descubrí que nada nuevo pasa en estas veredas, y sólo una vez sentí miedo. Recuerdo que para entonces se había esparcido el rumor entre los vecinos del área de que ya varios habían visto una criatura muy rara meterse en el bosque. Decían que medía más de un metro ochenta y que tenía unas garras como de lobo furioso. Como usualmente no creía en esas cosas, no hice mucho caso de los rumores. Además, casi siempre terminaba la ronda a eso de las nueve cuando todavía quedaba gente despierta; y los que afirmaban ver al “hombre siniestro” como le llamaban, coincidían en que se aparecía entre la una y las tres de la madrugada. Todas las tardes antes de salir a cumplir con mis labores doña Jimena, una anciana que vivía cerca de mi cabaña, me advertía que tuviese cuidado con el hombre siniestro. No se preocupe doña –le decía. Y me montaba en mi bicicleta a dar la ronda.

Un día salí de mi casa un poco más tarde de lo usual. Ese día mi perro había desaparecido y me pasé toda la tarde buscándolo. Al fin, como a eso de las siete de la noche lo encontré muerto en una de las carreteras cerca de mi casa. Al parecer se había escapado y un carro lo había atropellado. Me eché a llorar en plena carretera como un tonto y un señor que siempre veía por el pueblo pero que aún no conocía, pasó con su carro y me ayudó a enterrarlo.

Esa noche llegué en mi bicicleta hasta el puesto de seguridad del bosque, para decirle a mi supervisor que no daría la ronda esa noche.
Haces bien –me dijo– ya es muy tarde, y con eso del hombre siniestro no me gustaría otra baja en el cuerpo de seguridad del bosque. Lo miré extrañado, la gente en este pueblo es muy supersticiosa. Pero jamás pensé que mi supervisor, un hombre que se veía tan serio, fuese a creer en tales cosas.

Al salir del puesto de seguridad, me fijé en unos papeles que recién habían colocado en el tablero de avisos. La mayoría era de gente reclamando mascotas u objetos perdidos. Pero luego me fijé en uno donde hablaban del hombre siniestro.
Lo puso doña Jimena esta tarde. -dijo mi supervisor.
¿Doña Jimena? –pregunté extrañado.
–me contestó– dice que anoche cuando estabas dando la ronda sintió unos ruidos extraños por su casa y decidió salir afuera a investigar, pero tu perro la atacó. Así que tomó eso como una señal de que algo raro estaba pasando y decidió encerrarse otra vez en su casa. Pero siguió investigando desde la ventana y ahí fue cuando vio al hombre siniestro.

Mi supervisor se levantó de su escritorio y comenzó a buscar en los archivos. Al cabo de pocos minutos me entregó un sobre amarillo donde estaba el informe del caso. En el informe ponía que se trataba de un ser de aproximadamente dos metros y medio con aspecto de hombre. Tenía las manos muy grandes y garrosas; la piel un poco escamosa y opaca como la de los reptiles. De la boca le salían colmillos afiladísimos y enormes y tenía los ojos rojos como un demonio. En fin, típico monstruo, y doña Jimena lo había visto esa tarde.
Un poco exagerado, ¿no? –le comenté a mi supervisor.
–contestó levantando la vista desde su asiento.– La gente suele ponerse sensacionalista en estos casos. Pero ahora váyase, que ya es muy tarde.
Miré mi reloj y ya eran las diez de la noche. ¡Coño, como pasa el tiempo! –exclamé. Y me subí de prisa a la bicicleta.

Camino a casa me detuve un rato frente al bosque. Sentía curiosidad por lo que todos decían ver y me propuse ir a investigar. Todavía a esta hora era temprano; pero si doña Jimena decía haber visto al hombre siniestro fuera de la hora en la que normalmente la gente lo veía, entonces había posibilidad de que yo lo viera también. Dejé mi bicicleta a la orilla del camino, agarré una linterna que siempre traía por si me agarraba la noche y me apresuré a entrar al bosque. Estuve caminando por más de dos horas sin encontrar nada. A menudo escuchaba ruidos extraños y me sugestionaba un poco, pero luego pasaba y todo seguía igual. Una de esas veces una ardilla saltó en mi espalda y por poco muero de un sobresalto. Luego me recuperé del susto y seguí caminando. Crucé todo el bosque con mi linterna hasta llegar al final de la última vereda, donde luego lo que restaba era naturaleza virgen. Al llegar ahí miré reloj.

Eran las 2:45am. En ese momento comenzaron a pasar a gran velocidad todas las historias sobre el hombre siniestro por mi mente. Como supuestamente había descuartizado un niño hace unos días. Yo mismo vi el cadáver. La verdad era que sí era un caso algo perturbador. Y aunque se lo adjudicaron a un asesino en serie que tenía el mismo cuadro de comportamiento, los vecinos tenían razón de pensar que aquello fue obra del siniestro. Lo peor es que había un testigo. Un hombre bastante mayor decía haberlo visto arrastrar al niño hasta el bosque, pero la policía pensaba que el viejo estaba loco, pues no era la primera vez que el mismo señor se inventaba historias como esta, y no tomó en cuenta su testimonio. Yo tampoco le creí, pero en este momento confieso que llegué a sentir miedo. Y no en vano, pues en ese mismo instante en que me acordaba de cómo habían quedado acomodadas las entrañas del niño sobre la tierra mojada del bosque, escuché un gruñido espantoso muy cerca de donde estaba.

Maldije haber dejado la bicicleta en la entrada del bosque; ahora más que nunca deseaba tenerla conmigo. Apagué la linterna para que la luz no me delatara y corrí como mejor lo permitieron mis pies. Varias veces tropecé y caí, pero pronto me levantaba y continuaba corriendo. Ya llevaba meses recorriendo todos los días estas veredas y conocía el camino de memoria. Esta vez que estaba en total oscuridad lo comprobé. Y no sé si era el miedo que sentía en el momento pero corría a una velocidad increíble; tanto que lo que me tomó casi tres horas en cruzar, lo crucé en lo que calculé fueron veinte minutos. Pero todavía no había llegado hasta donde había dejado la bicicleta cuando lo vi.

No se parecía nada a lo que decía la gente. No medía dos metros y medio, ni un metro ochenta. Jamás le vi escamas en la piel ni tenía los ojos rojos. Más bien parecía un ser inofensivo. Un anciano al que le habían crecido demasiado las uñas y que estaba hecho una mierda porque llevaba mucho tiempo sin asearse. Cuando lo vi estaba a punto de llevarse mi bicicleta y en cuanto me vio se echó a correr. Lo dejé ir. Estaba deshecho con la corrida; y todavía me faltaba comprender qué fue exactamente lo que escuché en el bosque. Pero una cosa sí me quedó bien clara. No había ningún monstruo o cosa parecida que temer en la zona. Hombre siniestro sí. Pero a ese, a ese no había nada que temerle…

Carla Gil nació en Hato Rey un miércoles 4 de febrero de 1987, pero pasó toda su vida traficando cobitos en las playas de Arecibo. Desde pequeña se dedicó a los juegos morbosos y a contar cuentos de terror que a menudo inventaba para sus amigos. Hoy día completa un bachillerato en Historia del Arte en el Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico, que espera terminar pronto. En sus ratos libres disfruta de buscar ovnis en el cielo, y de leer revistas sensasionalistas a escondidas de su hermana. Es también pintora y cantante; y aspira a escribir algún día una novela sobre su niñez retorcida.

2 comentarios:

Unknown dijo...

no se, me parece que la narración va demasiado de rapido. pero como quiera, buen trabajo.

Rafael dijo...

Fue como una especie de thriller. Fue gracioso y un tanto decepcionante la conclusión. Me esperaba al chupacabras o algo asi XD