
domingo, 9 de marzo de 2008
La base nitrogenada

miércoles, 5 de marzo de 2008
Emily

"Emily tries but misunderstands, ah ooh
She often inclined to borrow somebodys dreams till tomorrow
There is no other day
Lets try it another way
You'll lose your mind and play
Free games for may
See emily play"
- Sid Barret (Pink Floyd)
Mirar a Emily jugar nunca me pareció tan placentero como ahora. Su cuerpo, ahora de colores brillantes, resplandece tal si fuera Sol. No puedo separar mis ojos de los de ella. No puedo dejar de mirar como juega con esos malditos cerdos rosados. Vuelan, todos, desaparecen y vuelven a aparecer. Se duermen todos juntos. Hace frío, los cerdos rosados dejan de ser rosados y se van. Es entonces cuando cae en el profundo sueño, es entonces cuando mas la me la disfruto. Se despierta, pero sigue durmiendo y camina hacía mí, me arrebata los sueños, “los tome prestados, te los devuelvo mañana” me susurra al oído y vuelve a dormir, dormir. Juega con mis sueños en sus sueños, hace malabares con ellos, los abraza, les da besitos y se arropa con ellos. Los cerdos vuelven y duermen en su cabeza.
Despierta al rato, inundada en un oscuro llanto, ya los cerdos no están, no hay quien la consuele. Se seca las lágrimas con mis sueños, sonríe y vuelve a dormir. Le pregunto que le pasó pero solo me sonríe, intenta explicármelo todo mediante esa sonrisa, mas no la entiendo. “No me devuelvas mis sueños, por favor, hazlos parte de ti” le digo mientras le sonrío. Se aleja corriendo y vuelve a jugar con los cerdos rosados. Vuelan, todos, desaparecen y vuelven a aparecer. Se duermen todos juntos. A mi no me queda nada , mas que seguir mirándola, esperando el momento en el que me invite a jugar.
jueves, 29 de noviembre de 2007
La guagua de Galeano

A Eduardo Galeano y su libro de los abrazos.
La guagua numero 68 del Sistema de Transporte Público de Gran Ciudad, es una de las mas eficaces en todo el país. Su primer viaje siempre sale a las 6 de la mañana, su último a las 10:00pm. Personas de todas clases la abordan, desde tecatos en busca de la cura, obreros acabados de salir de la construcción, estudiantes, amas de casas, y hasta los altos funcionarios del país. Todos hablaban con todos, de todos los temas posibles.
Yo tomaba la número 68 todos los días de camino a la universidad. Y les confieso, al principio me incomodaban las felices tertulias que se allí se daban. Así que me adentraba en alguno de los muchos libros que cargaba para entonces. Pero las conversaciones cada vez se tornaban mas interesantes, así que muy a mi pesar me uní a ellos. Hablaban de política internacional, hablaban de ciencia, discutían Cien años de soledad, intentaban encontrar la cura del sida, comentaban el último chisme. Si alguno tenía algún problema, se le daban sugerencias, se le buscaba la solución. Y otras veces hablaban de religión. Nadie gritaba, todos hablaban en armonía, todos sonreían.
Galeano guiaba la numero 68. Todos los viajes los hacía él.
Este había llegado de Montevideo hacía ya algunos 30 años, con las intenciones de volver alguna vez. Pero el amor que le había cogido a esta nueva tierra fue tan grande, que juró no dejarla jamás. Galeano era de tez blanca y ojos claros. El poco cabello que le quedaba fue negro alguna vez, ahora era color ceniza. Era bajito, panzón y necesitaba un bastón para caminar. Era la persona más maravillosa que se pudiera alguna vez conocer. Era un ángel, algunos decían. Sus ojos estaban llenos de paz, de un amor casi maternal. Con solo mirarlo a cualquiera se le dibujaba una sonrisa en la boca.
Galeano había conseguido el trabajo de chofer de la número 68, mediante un amigo que lo recomendó. Según se cuenta, ese amigo atravesaba por una profunda depresión. Pasaba las horas entregado al alcohol. Pero conoció a Galeano y no se sabe como, se quitó del alcohol. Desde entonces, sus vidas cambiaron para siempre.
Lamentablemente, esta no es la historia de Galeano. Tampoco es la historia de la número 68 en sí. Es la historia del amor que llenaba esa guagua. Aunque, claro, sin Galeano y su guagua, esta historia no se podría contar.
Íbamos todos en la guagua, esta vez se hablaba del amor familiar. Algunos hablaban de sus hijos, otros de sus padres y otros simplemente lloraban al recuerdo de algún familiar. Galeano era uno de los que lloraban. Todos callamos ante el llanto de aquel ángel. Lloraba al recuerdo de sus hijos, hacía más de 20 años que no los veía. Éste nos contó su historia, de como su ex esposa se los arrebató cuando se divorciaron. Ahora vivían en Montevideo o al menos eso creía.
Todos consolamos a Galenao, le sacamos las lágrimas con el corazón.
Pasamos frente al aeropuerto, Galeano nos miró por el retrovisor. Comenzamos a aplaudir, a llorar junto con él. Galeano detuvo la guagua, caminó hasta la puerta trasera despidiéndose de cada uno de nosotros. Antes de bajar de la 68 dijo “Hasta pronto amigos, aquí les dejo mi corazón” y se alejó caminando lentamente.
Esa tarde, el corazón de Galeano completó la ruta de la 68.
lunes, 1 de octubre de 2007
El pozo
Se sentaba frente al teclado, estiraba sus dedos sobre él, alineaba los pensamientos frente al paredón, pero el disparo catalizador nunca salía. La página del procesador, al igual que la pared detrás de sus víctimas, se quedaba en blanco, sin una mancha.
Sus ideas, por el otro lado, se denigraban, se oscurecían, se deslizaban lentamente hasta llegar, como culebra empedernida, al borde de aquél pozo, que las llamaba.
Se encontraba él, allí, sin quererlo, sin buscarlo, observando la bruna en la profundidad. Ahogándose en una vorágine que parecía tragedia griega y lo halaba por los tobillos.
Cuando por fin se sentía muriendo, la sombra lo tiraba de vuelta al mundo real, a un charco de vómito, a dos botellas vacías, y a un hijo con su labio inferior roto, y un ojo hinchado. El niño lo miraba, con ojos aguados, y corría, hasta perderse, por el largo pasillo.
En el medio de la noche, se levantaba, se sentaba frente al teclado, acompañado de una taza inmensa de café, y nuevamente estiraba sus dedos sobre las teclas. Veía como el pozo se abría frente a él, respiraba y se lanzaba, intentando buscar palabras.
Entonces, volvía a aparecer en el suelo, sudado, vomitado, con algún familiar mirándolo raro, susurrándose cosas, y sangrando en silencio.
La rutina se repetía. Pero, él no se daba por vencido. Aún no había escrito su gran obra. Regresó al escritorio, con café, con ron, con ganas. Estiró sus dedos, preparó la página blanca, preparó los rifles, apuntó.
“Por favor, no lo hagas. Vente a dormir,” le rogó su esposa.
Se puso de pies, la besó, cerró la puerta, y regresó a la computadora.
Tenía la primera frase: en el fondo. Era suficiente.
Más, de la última vocal, se asomó la oscuridad que lo llevó de vuelta a aquél borde de ladrillos gastados, a aquella oscuridad, de la cual susurraban su nombre.
El negro hipnotiza, la bruma roe.
El vértigo lo aturdía, lo empujaba, lo hostigaba hasta que lo haló hacia adentro.
El escritor encajó sus uñas entre los ladrillos y se sostuvo. En las ranuras de éstos, vio rasguños carcomidos por el tiempo. Las sombras saltaron a él, se filtraron por entre sus poros, hasta que todo lo que vio era noche.
Su esposa, con la cara deshecha, le apuntaba con un revolver. Movía su cabeza de lado a lado, mientras que sus labios acariciaban un no, no más.
Él se acercó, intentó decirle que se detuviera, que no era su culpa, que era el Pozo.
Mas, apretar un gatillo no es una cuestión existencial, y la estrepitosa explosión lo empujó sobre el borde del pozo, lo lanzó al negro, con un pecho reventado, y se sintió caer por entre los crepúsculos, hasta aterrizar en un charco de agua, donde habían otros como él, otros con sus pechos abiertos, y sus miradas perdidas en un vaivén anochecido.
viernes, 21 de septiembre de 2007
Malba
sábado, 30 de junio de 2007
Blues nocturno
La guagua salió a la hora prevista, se paró frente a nosotros y abrió sus puertas; el primero en entrar fui yo. El chofer llevaba puesta unas enormes gafas de sol. ¿Qué carajos, casi la media noche y con gafas de sol? Me dije mientras introducía el dinero. Luego entró la mujer, se sentó estratégicamente en una posición donde pudiera mirarme y donde pudiera enseñarme sus piernas. El muchacho entró y entró un hombre que no había visto hasta entonces. Era un hombre delgado, barbudo, tenía unos mahones sucios y una camisa de esas que le decimos hawaianas, además cargaba con un maletín marrón bastante maltratado.
Más nadie abordó la guagua; comenzó la odiosa travesía. El hombre del maletín permanecía de pie juntó al chofer. Hablaban. De seguro se conocían. El muchacho escuchaba un Ipod, no sé de donde los habrá sacado, que pena que no tenía el mío. La rubia de rojo se retocaba el color de sus labios y de vez en cuando me lanzaba alguna picara sonrisa.
Pasaron varias paradas, nadie entraba ni salía de la Metrobus. El hombre del maletín reía mientras escuchaba al chofer. El muchacho hablaba por su celular, la rubia se dedicaba a lanzarme miradas; yo miraba todo, le sonreía a la rubia, me fijaba en el camino, pensaba en los pantalones a cuadros del muchacho y pensaba qué podía tener un individuo como aquel dentro del maletín.
Una parada. Entró un hombre moreno y bastante gordo, se sentó cerca de la puerta, ocupaba dos asientos, sacó un periódico y comenzó a leer. Siempre he encontrado ridículo el leer periódicos del día anterior y a ese le quedaban aproximadamente 30 minutos para caducar; más vale que avance el pobre gordo.
Otra parada. El muchacho de pantalones de cuadros se baja de la guagua, la rubia le tira una sonrisa, el gordo se queda dormido con el periódico en su panza, el hombre del maletín va hacía uno de los asientos cercanos, se lleva el maletín consigo, se sienta. Lo abre. Saca un viejo saxofón oxidado. Lo cuelga de unos de sus brazos, deja el maletín en el asiento y se saca una boquilla del bolsillo.
La rubia me seguía mirando, el gordo durmiendo, el chofer con una sonrisa miraba por el retrovisor y yo, yo lo miraba todo, pero más que nada miraba el tipo de saxofón. Estaba ansioso por presenciar aquel concierto de media noche.
El barbudo dio tres pequeños cantacitos al piso con su pie y comenzó a tocar, tocaba un blues, un blues nocturno, blues a la media noche en la Metrobus, un blues desde la capital a sus suburbios.
El gordo despertó moviendo la cabeza al ritmo de la música, la rubia sonreía, el chofer seguía sonriendo, yo los veía a todos con sonrisa dibujada en mi cara. Fue entonces cuando comencé a ver que desde el saxofón salían colores, que cada nota que tocaba el barbudo era un color. Eran rojas, púrpuras, verdes, amarillas, naranja; era un arcoiris el que salía de aquel oxidado saxofón.
Pero sucedió lo que temí que sucediera desde el momento en que el hombre sacó el saxofón del maletín. La ruta había terminado. Llegamos a la última parada. El gordo bajó sin su periódico, la rubia bajó, todavía tenía aquella picara sonrisita en su cara. El hombre del saxofón se sentó y comenzó a guardarlo, yo me levanté muy a mi pesar, si fuera por mi me hubiera quedado toda la madrugada dando vueltas en la guagua al son de aquel blues nocturno. Cuando abandoné la guagua, no había rastros ni del gordo, ni de la rubia, era como si la oscuridad se los hubiese tragado. Decidí esperar a que bajara el hombre del saxofón, le quería dar las gracias por ser el autor de aquel mágico momento. Pero nunca bajó. El último en bajar fue el chofer, aún con sus enormes lentes oscuros, le pregunté por el hombre del saxofón, no sabía de quien le hablaba.
lunes, 18 de junio de 2007
Faustino y el cielo
Faustino era un enano y un vendedor de impresoras. Había salido del país sólo en asuntos del trabajo. Había ido a Cuba y a las Islas Vírgenes. Una vez fue a América del Sur. Siempre en bote, nunca en aire, porque recuerda: Faustino jamás había volado.
En Abril del dos mil, dejó de vender impresoras y decidió comprar un pasaje de avión para la Argentina. No sabía por que había escogido ese destino, pero así lo hizo. No tenía amistades, ni tenía familia real. Era un enano solitario.
Vender impresoras había sido su vida. Jamás pensó que su trabajo terminaría. Ahora, en las mañanas, miraba al cielo. Seguía ajeno. Seguía demasiado alto. Estaba horas frente a su casa observando el cielo. Los vecinos pasaban por su lado, y confundidos dirigían su mirada hacia el cenit. Nunca encontraron lo que Faustino miraba. Para ellos, el cielo era común. Para ellos, el cielo estaba cerca. Para ellos, el cielo era sólo el lugar donde volaban los aviones de camino a Disney. Para Faustino, que jamás había volado, el cielo era libertad.
El día que Faustino iba a volar por primera vez, sufrió un infarto. Sus maletas cayeron a su lado y su pequeño cuerpo azotó contra el suelo del aeropuerto. Desde la ventana del hospital, pudo ver el avión huyendo sin él. Cada vez que cerraba sus ojos recordaba sus mañanas mirando el cielo. En las noches, soñaba con vender impresoras.
Faustino era un enano de treinta y dos años cuando tuvo su infarto. La mañana después, supo que no llegaría a los treinta y tres. Le tomó varios días salir del hospital. Compró otro pasaje, esta vez hacia España, y se preparó para viajar. En su estadía en el hospital, hizo amistad con una enfermera. Tenía cuarenta años y tres hijos. La llamó sólo para decirle que volaría. Ella, una mujer depresiva, decidió acompañarlo. El día después, compró un pasaje para España, y una impresora. Faustino, aunque la encontraba repugnante, le cogió cariño.El veinticuatro de mayo, cuando saldrían para España, la mujer de cuarenta años, y tres hijos, decidió suicidarse. Faustino tuvo que organizar el entierro. Sus tres hijos habían desaparecido. Desde la ventana del funeral, Faustino vio el avión partir para España.
Faustino no sentía cólera. No culpaba a nadie. No creía en el Destino, ni creía en Dios. La próxima noche fue a beber en un bar. Bebía vodka. A Faustino le encantaba el Vodka. Una mujer le pagó un trago. No todos los días lo invitaban a beber. La miró a los ojos y supo que para ella el cielo también estaba cerca. Esa noche, Faustino compró un último pasaje de avión. Esta vez, volaría a Chile. Faustino organizó todas sus cosas. El siete de junio se iría para Santiago.
Las tres mañanas que le precedían, las pasó mirando el cielo. Los vecinos lo miraban confundidos, y elevaban sus miradas al cenit. Al ver que no había nada, se largaban sin decir una palabra.
El día antes que Faustino volara, se le acercó la nueva vecina del piso donde vivía. Le preguntó qué observaba. Y él le contesto que observaba el cielo. Esperó por varios minutos que ella, como el resto, se largara. Pero no lo hizo. Se sentó a su lado, en silencio, y se quedó mirando las nubes.
Faustino se fue sin decir una palabra. Subió a su cuarto y la observó desde la ventana. Tres horas después, volvió a asomarse y todavía estaba allí mirando su cielo.
La mañana siguiente, Faustino salió con su maleta y encontró a la vecina mirando las nubes. Intentó alcanzar, con su mirada, el punto que ella miraba, pero no encontró nada.
- ¿Qué observas?- le preguntó él.
- El cielo.- contestó ella. – Ya te entiendo.
- Lo dudo.
- El cielo es libertad.- dijo, como en un susurro. – Está tan lejos… tan alto…
- El cielo es vida.- Dijo él, y decidió irse.
- El cielo es muerte.- Susurró ella. – Tú y yo somos demasiados pequeños para llegar al cielo. El cielo es muerte. El cielo es soledad. El cielo es la libertad más horrible que podríamos conocer.
Faustino la miró como jamás había mirado a alguien. La odiaba, pero ella entendía. Su cara se desfiguró y le dio una sonrisa. Ella se la devolvió y puso, otra vez, su mirada al cielo. Estaba perdida en él. Le sorprendió que ella, en menos de un día, hallase en las nubes aquél secreto que todos, hasta la genética, le habían prohibido. La envidiaba.
El siete de Junio, a las 3 y 30 de la tarde, Faustino puso sus pies en el avión. Se acomodó en su asiento. Guardó sus maletas, y miró por la ventana. Estaba ansioso por que despegara el avión. Se abrochó el cinturón, ignoró a la azafata, y pegó su mirada en el cristal. Sintió el pájaro de acero cobrar vida. Sintió el pájaro de acero comenzar a tomar vuelo; justo en el momento en que el avión entró al dominio del cielo, la cabeza de Faustino achocó contra la ventana. Estaba muerto.Faustino jamás había volado.
Tenía treinta y tres años y lo único que hizo en su vida fue vender impresoras.
sábado, 2 de junio de 2007
Trazos
lunes, 28 de mayo de 2007
Damián
Según me dijo, fue una tarde de verano mientras todos jugaban en la piscina. Él se entretenía aparte con una torre y un avión. Ese avión, maldito avión, que le arrancó a su padre. Cansado del juego sale corriendo a la piscina del vecino. Sin percatarse, al cruzar la brea, un carro aterriza en él. Impulsado por el golpe, tres metros más lejos quedó Damián tirado. Dos costillas rotas, una vértebra desviada, y la cadera hendida. Su papá muerto en el vuelo 567 con destino al Pacifico, y él a sus siete postrado en una cama sin poder jugar. Sólo quedó la torre, que más tarde se perdió con sus controles.
Lo conocí en la universidad, era nuestro primer año. Él, un joven alto y de cuerpo bien formado, con una mirada tan hermosa que producía miedo. ¿Me das un cigarrillo? Accedí y le pasé uno. ¿Soy Damián y tú? Así empezó nuestra amistad. Él estudiante de física y yo de biología. Aunque estábamos en la misma facultad era raro encontrarnos allí, más bien se le veía al salir de la biblioteca. Ese año nos amistamos tanto que la gente mal entendió, ahí van los dos, se les oía decir. Con el tiempo y sus historias fui perdiendo el miedo a su mirada. Aún recuerdo la vez que llegó con la boca rota a donde mí. Me pegaron; dijo y escupió sangre. Le abracé y sentí que las tripas se me agitaban. Se sinceró, me habló de su problema, de su vicio, su deuda eterna. Desde que papá murió no he sido el mismo. Primero estaba en negación, total, ¿quién necesita un padre ausente? A los doce fue que me pregunté por qué no me había salvado del ataque. Del esposo de mamá… Corría, intentó escaparse. Él era más fuerte. Me golpeó, lo golpeó y luego sin más ni más le toco el pecho. De ahí la mirada se le hizo muerte. Luego, de una, le baja el pantalón. Luchó, pero fue inevitable. El hombre que le triplicaba la edad lo hizo carne, lo socavó, lo despedazó y la cadera herida ya no era nada. Le implantó su torre; el niño perdió el control.
Cuando entró a la universidad, según me cuenta, vio al padrastro en otros hombres. Se metía en baños a pedir prestado el amor que su papá nunca le dio. Ahí empezó el vició, la adicción al falso amor, al sexo, luego a la droga. Un día, de esos de Dios, dejó los estudios. Nunca más lo volví a ver. Se dio al sexo, vendía amor; ¿Qué amor? Él no sabe lo que es eso, él nunca lo saboreó. Muchos lo daban por muerto, pero no. Ese día supe que llevaba la muerte encerrada en las cuencas del mar.
Para no herirlo no me identifiqué. Sé que su orgullo, de quedarle algún rastro, no aguantaría un minuto mi presencia. Saqué un billete, lo puse en el vaso. Bajó la cabeza y sonrió. De la boca de aquél, hoy hecho hombre, salió un gracias; con la misma voz azucarada de hace tantos años. No me pude contener y estallé en llanto. Clavó sus ojos en mí y mencionó unas palabras que aún no logro olvidar; Yo te he visto, y tú me has visto a mí, pero no recuerdo dónde, quizás hasta te conocí. Se me heló la sangre y el malestar producto de su mirada se hizo presente. Si hoy ves esto es porque nadie dijo no. Tornó su mirada, se alejó de mí con la cadera partida en dos. Sentí paz. Y aquel olor a trapo, a calle y a recuerdo quedó impregnado en mí para siempre.
domingo, 27 de mayo de 2007
El hombre siniestro
Estuve corriendo en mi bicicleta por casi una hora. El sol hace rato ya se había escondido, y me encontraba en el último tramo transitable a punto de terminar mi ronda. Más allá de esa vereda lo que quedaba era tierra virgen. Algún día vendré a explorar esta zona –me dije y pisé otra vez el pedal de mi bicicleta para regresar a mi cabaña donde me esperaba mi perro.
La vida de un guardabosques es muy solitaria. A menudo sólo te acompaña el ruido de las lechuzas por la noche, y el ladrido de tu perro cuando regresas. No hace mucho fue que acepté este trabajo. A la gente de este pueblo al parecer, no le gusta meterse al bosque de noche. Ningún local había solicitado la plaza. El último guardabosques que tuvo este pueblo, murió en condiciones muy extrañas mientras daba su ronda. Eso fue lo que escuché comentar a alguien cuando solicité el puesto. Pero yo como era nuevo en aquél lugar, y ya todos los puestos que hay para extranjeros estaban ocupados, decidí tomar el empleo.
Luego de varios meses haciendo la ronda descubrí que nada nuevo pasa en estas veredas, y sólo una vez sentí miedo. Recuerdo que para entonces se había esparcido el rumor entre los vecinos del área de que ya varios habían visto una criatura muy rara meterse en el bosque. Decían que medía más de un metro ochenta y que tenía unas garras como de lobo furioso. Como usualmente no creía en esas cosas, no hice mucho caso de los rumores. Además, casi siempre terminaba la ronda a eso de las nueve cuando todavía quedaba gente despierta; y los que afirmaban ver al “hombre siniestro” como le llamaban, coincidían en que se aparecía entre la una y las tres de la madrugada. Todas las tardes antes de salir a cumplir con mis labores doña Jimena, una anciana que vivía cerca de mi cabaña, me advertía que tuviese cuidado con el hombre siniestro. No se preocupe doña –le decía. Y me montaba en mi bicicleta a dar la ronda.
Un día salí de mi casa un poco más tarde de lo usual. Ese día mi perro había desaparecido y me pasé toda la tarde buscándolo. Al fin, como a eso de las siete de la noche lo encontré muerto en una de las carreteras cerca de mi casa. Al parecer se había escapado y un carro lo había atropellado. Me eché a llorar en plena carretera como un tonto y un señor que siempre veía por el pueblo pero que aún no conocía, pasó con su carro y me ayudó a enterrarlo.
Esa noche llegué en mi bicicleta hasta el puesto de seguridad del bosque, para decirle a mi supervisor que no daría la ronda esa noche.
Haces bien –me dijo– ya es muy tarde, y con eso del hombre siniestro no me gustaría otra baja en el cuerpo de seguridad del bosque. Lo miré extrañado, la gente en este pueblo es muy supersticiosa. Pero jamás pensé que mi supervisor, un hombre que se veía tan serio, fuese a creer en tales cosas.
Al salir del puesto de seguridad, me fijé en unos papeles que recién habían colocado en el tablero de avisos. La mayoría era de gente reclamando mascotas u objetos perdidos. Pero luego me fijé en uno donde hablaban del hombre siniestro.
Lo puso doña Jimena esta tarde. -dijo mi supervisor.
¿Doña Jimena? –pregunté extrañado.
Sí –me contestó– dice que anoche cuando estabas dando la ronda sintió unos ruidos extraños por su casa y decidió salir afuera a investigar, pero tu perro la atacó. Así que tomó eso como una señal de que algo raro estaba pasando y decidió encerrarse otra vez en su casa. Pero siguió investigando desde la ventana y ahí fue cuando vio al hombre siniestro.
Mi supervisor se levantó de su escritorio y comenzó a buscar en los archivos. Al cabo de pocos minutos me entregó un sobre amarillo donde estaba el informe del caso. En el informe ponía que se trataba de un ser de aproximadamente dos metros y medio con aspecto de hombre. Tenía las manos muy grandes y garrosas; la piel un poco escamosa y opaca como la de los reptiles. De la boca le salían colmillos afiladísimos y enormes y tenía los ojos rojos como un demonio. En fin, típico monstruo, y doña Jimena lo había visto esa tarde.
Un poco exagerado, ¿no? –le comenté a mi supervisor.
Sí –contestó levantando la vista desde su asiento.– La gente suele ponerse sensacionalista en estos casos. Pero ahora váyase, que ya es muy tarde.
Miré mi reloj y ya eran las diez de la noche. ¡Coño, como pasa el tiempo! –exclamé. Y me subí de prisa a la bicicleta.
Camino a casa me detuve un rato frente al bosque. Sentía curiosidad por lo que todos decían ver y me propuse ir a investigar. Todavía a esta hora era temprano; pero si doña Jimena decía haber visto al hombre siniestro fuera de la hora en la que normalmente la gente lo veía, entonces había posibilidad de que yo lo viera también. Dejé mi bicicleta a la orilla del camino, agarré una linterna que siempre traía por si me agarraba la noche y me apresuré a entrar al bosque. Estuve caminando por más de dos horas sin encontrar nada. A menudo escuchaba ruidos extraños y me sugestionaba un poco, pero luego pasaba y todo seguía igual. Una de esas veces una ardilla saltó en mi espalda y por poco muero de un sobresalto. Luego me recuperé del susto y seguí caminando. Crucé todo el bosque con mi linterna hasta llegar al final de la última vereda, donde luego lo que restaba era naturaleza virgen. Al llegar ahí miré reloj.
Eran las 2:45am. En ese momento comenzaron a pasar a gran velocidad todas las historias sobre el hombre siniestro por mi mente. Como supuestamente había descuartizado un niño hace unos días. Yo mismo vi el cadáver. La verdad era que sí era un caso algo perturbador. Y aunque se lo adjudicaron a un asesino en serie que tenía el mismo cuadro de comportamiento, los vecinos tenían razón de pensar que aquello fue obra del siniestro. Lo peor es que había un testigo. Un hombre bastante mayor decía haberlo visto arrastrar al niño hasta el bosque, pero la policía pensaba que el viejo estaba loco, pues no era la primera vez que el mismo señor se inventaba historias como esta, y no tomó en cuenta su testimonio. Yo tampoco le creí, pero en este momento confieso que llegué a sentir miedo. Y no en vano, pues en ese mismo instante en que me acordaba de cómo habían quedado acomodadas las entrañas del niño sobre la tierra mojada del bosque, escuché un gruñido espantoso muy cerca de donde estaba.
Maldije haber dejado la bicicleta en la entrada del bosque; ahora más que nunca deseaba tenerla conmigo. Apagué la linterna para que la luz no me delatara y corrí como mejor lo permitieron mis pies. Varias veces tropecé y caí, pero pronto me levantaba y continuaba corriendo. Ya llevaba meses recorriendo todos los días estas veredas y conocía el camino de memoria. Esta vez que estaba en total oscuridad lo comprobé. Y no sé si era el miedo que sentía en el momento pero corría a una velocidad increíble; tanto que lo que me tomó casi tres horas en cruzar, lo crucé en lo que calculé fueron veinte minutos. Pero todavía no había llegado hasta donde había dejado la bicicleta cuando lo vi.
No se parecía nada a lo que decía la gente. No medía dos metros y medio, ni un metro ochenta. Jamás le vi escamas en la piel ni tenía los ojos rojos. Más bien parecía un ser inofensivo. Un anciano al que le habían crecido demasiado las uñas y que estaba hecho una mierda porque llevaba mucho tiempo sin asearse. Cuando lo vi estaba a punto de llevarse mi bicicleta y en cuanto me vio se echó a correr. Lo dejé ir. Estaba deshecho con la corrida; y todavía me faltaba comprender qué fue exactamente lo que escuché en el bosque. Pero una cosa sí me quedó bien clara. No había ningún monstruo o cosa parecida que temer en la zona. Hombre siniestro sí. Pero a ese, a ese no había nada que temerle…
miércoles, 9 de mayo de 2007
El profesor. (de la serie Crónicas de Bayamón)
El profesor bebía tranquilamente su cerveza, cuando escuchó al negro de la cicatriz decir en voz alta “yo le parto la cara al que sea”, dando un manotazo en la barra y moviéndose a la butaca de al lado. Miraba al profesor y volvía a hacer lo mismo “Yo le parto la cara al que sea”. El profesor, que era una persona tranquila pero nada cobarde, agarró la navaja con la que siempre andaba por si las cosas se ponían calientes. El negro volvía a hacer lo mismo. Ya estaba a tres butacas de distancia cuando el profesor se paró de su butaca y mirándolo a los ojos dijo “mire licenciado, yo no le parto la cara a nadie, pero si usted me toca le juro por lo más sagrado que lo mato aquí mismo”
El negro de la cicatriz lanza una carcajada y dice “Ahh, usted es mi amigo, a si me gustan, guapos, bravos, usted es mi amigo, Nelson tráele una cerveza al profesorcito” Nelson muerto de la risa pone las cervezas frente a su compadre y le dice “Roberto, tranquilo, yo lo conozco, es una broma”.
Esa fue la última tarde que el profesor fue a la barra de su compadre Nelson.
domingo, 6 de mayo de 2007
Galateas

Siempre me levanto ahí. Pero no me levanto hacia la realidad, sino que es un desplazamiento lo que hago; es más un viaje que un levantar del todo. Me encuentro en un pasillo de nueve pies de ancho, y miles de largo. Veo una masa de judíos apestosos, desnudos, empujándome, picando pedacitos de sus billetes mientras andan. Alguien los empuja desde el otro lado, pero son tantos que no puedo ver nada. Todos están rompiendo lo que tienen y comprendo en su hebreo que condenan a otros individuos, que no van a coger lo poco que nos quedan. No nos van a robar más.
Cuando entran los rubitos, veo una forma de escaparme. Comienzan a sacar a los cadáveres, a tirarlos en trenes, a dormir con plomo a los que aún tiemblan y no sé como no me ven, así tan llamativo, escurrirme por sus lados y saltar las vallas. Me asusto mucho. Sudo un sudor pegajoso hasta que llego a un borde donde queman cuerpos, y entre las llamas veo un rectángulo de luz más verdosa. Cojo impulso y salto a ese cuadrángulo, que es el cuadrángulo de despertar, y me despierto.
Estoy vivo. Huele a potpurrí. Estoy en mi cama. Sudado y desnudo. Busco a mi esposa a mi lado, pero no la encuentro. Beba, ¿dónde estás?
Ella levanta su mirada hacia mí. Hace una mueca fea porque le duele mucho, y la sobo más duro. Intenta sonreír y le digo que no lo haga. La abrazo fuerte, pero entre mis brazos de volcán polifémico se me vuelve espuma inmaterial que se llevan las olas cuando retroceden y, eventualmente, me quedo solo, allí, sentado sobre el inodoro, llorando porque siempre termino perdiéndolas. Llorando porque Galatea está ausente, y porque siempre que intento se me desvanece.
domingo, 22 de abril de 2007
Martini

Ella llega a la barra tarde, con su pelo suelto y blanco y libre sobre sus hombros; su dedo anular rodeado por una sortija oxidada.
Ella llega a la barra sola, se sienta en una esquina y pide por un martini.
Que sea doble.
El bartender la mira, porque no la ha visto antes. La mira también porque las gafas son demasiado grandes y demasiado oscuras para una señora de su edad. Se da cuenta que la incomoda, porque ella le dispara una mirada y le dice: me incomodas. Él regresa a su labor, a brillar con un paño sucio la barra de madera caoba encerada. Se limita a limpiar y a contestarle los pedidos a la señora por el resto de la noche.
Ella, su nombre es María (cómo sus hermanas, su madre, y todas las puertorriqueñas que ha conocido a través de su vida) bebe de su copa y cierra sus ojos, bebe de su copa e intenta recordar. Pero ella nunca lo ha logrado. No le funciona como en las películas, no le funciona eso de cerrar los ojos y ver las cosas tan puras como en filme. Sus recuerdos son oscuros, no tienen imágenes verdaderas, son formas deformes que no le dicen nada. Y cuando dice nada, es nada.
Suenan las campanitas de la puerta y entra un hombre alto, cano, que también tiene un par de gafas demasiado grandes para su cara. Se sienta al lado de ella y le mira la mano. Le está mirando la sortija. Con su dedo pulgar, ella le hace dar vueltas al pequeño aro.
“¿Estás casada todavía?” Le pregunta el don.
Ella bebe de su martini. Lo acaba y pide otro más. El bartender se acerca, sólo mirando la barra, sirve otro, y de un sorbo, ella lo termina. Pide otro.
“Eres viuda entonces.” Dice el hombre y ella lo busca con su mirada, detrás de sus gafas. Se conecta con las de él. Le mira la mano, pero no le ve nada.
“El dedo anular se llama así porque antiguamente se pensó que lo habitaba una arteria que lo conectaba directamente al corazón.” Le explica María.
El hombre no pide nada sino que se queda observándola. Se quita las gafas y le enseña sus ojos azules, pero cuando él coloca el par de anteojos oscuros sobre la barra ella devuelve su mirada a la bebida. No lo mira hasta que se pone de pie, y se va.
Deja las gafas.
Pide otro martini, le pide disculpas al bartender por lo que le dijo horita, y él le contesta que no hay problemas. Que a veces a la gente le gusta que los dejen en paz.
“¿Pero está uno en paz mientras vive?” Pregunta María, no obstante el hombre se da cuenta que no es a él la inquisitiva, así que se limita a retomar el paño y seguir brillando la barra. La pregunta flota en el aire, por un momento, como el humo del cigarrillo que ella carga en su cartera pero nunca enciende.
Ella acerca la copa a sus labios, exhala por un momento, y ve como su aliento recorre la superficie del líquido. Suena la campanita que anuncia la apertura de la puerta. Ella cierra sus ojos, y traga un poco.
“¿Estas gafas son tuyas?” Pregunta una voz femenina. La señora la mira y le dice que no. La joven está vestida en un traje blanco, con su pelo oscuro recogido en un moño fúnebre, y, al igual que el señor anterior, tiene un par de gafas puestas. Se ve demasiado joven para estar en una barra. Se ve demasiado vieja para estar vestida de blanco. La señora se da cuenta que la muchacha es completamente atemporal. No hay rastros ni de juventud ni de vejez en ella. Pero no importa. La gente no va tan tarde a aquél lugar para conversar. Sino para intentar estar en paz.
“Un martini, porfa.” Pide la muchachita pero el bartender nunca se lo sirve. Le toca el codo a María, como para llamarle la atención. “¿Son buenos?” Le pregunta, y luego especifica que habla del trago.
María la mira, mira su trago y levanta sus hombros.
“No te sabría decir” , le contesta. “No me encantan. Los bebo en homenaje a alguien.”
La muchacha se quita las gafas, y las coloca a su lado. Asiente con su cabeza y mira al bartender. Se queda en silencio por largos minutos que se escurren y empañan el brillo de la madera de la barra.
“Beber en homenaje. Eso es bastante noble”, dice finalmente la muchachita, con una voz que se quiebra a tiempo con las silabas. Se pone de pies y se va.
La señora mira los dos pares de gafas negras que han dejado sobre la barra. Son idénticos. Termina su martini y ya el bartender sabe que no tendrá que servirle más ninguno. Ella le da el dinero, baja del asiento, toma ambas gafas, las hecha en su cartera y sale el lugar.
Sube las calles adoquinadas y empinadas del viejo San Juan en sus tacos negros, en sus telas negras, con sus gafas negras, con mucho cuidado negro; evitando encajarse en las rendijas. Las calles están completamente vacías con excepción de un gato aquí, un vagabundo allá. El cielo está oscuro. Las luces de los postes tiemblan del frío.
Ella nunca ha podido recordar algo. Es un sífilis onírico lo que la consume, lo que no la deja ver a sus seres queridos como a ella les gustaría verlos. Llega a su edificio, desliza la llave con cuidado en el orificio, sube las escaleras, abre la puerta. La mirada del que la volvió viuda siempre está escondida para ella, detrás de una sombra grande y oscura que difumina las siluetas hasta que son nada. Saca el par de gafas de su cartera y las coloca en un armario que está lleno de ellas. Le gustaría verlos a todos. Mira las fotos de su esposo y de su fallecida muchachita, sentada en una barra rodeada de amigos, todos elevando sus pequeñas copitas de martini brindando por alguna lejana paz. Le gustaría poder imaginársela llegando a la barra con los amigos, así tan vestida de blanco, con su pelo en ese moño que siempre usaba. Pero nada. Nunca la ve. Nunca lo ve. Cierra los ojos y todo es oscuro.
Se sienta en un mueble demasiado viejo y exhala.
La casa está vacía.
Ella está sola y lo sabe y tiene miedo, y lo único que puede hacer es esperar.
Mira las fotos, cierra los ojos y nada. Vuelve a cerrar los ojos, a apretar sus puños, a pelear con las lágrimas y la maldita casa sigue estando tan vacía como la burda oscuridad que le prohíbe.
La casa está vacía. Siempre lo ha estado.
Cuestión de estrategias
domingo, 8 de abril de 2007
Bachillerato en Estudios Hispánicos o esperando una respuesta de Dios
Su vida no era nada parecida a como se la imaginó al entrar a la universidad. Quería ser doctor en letras y ser escritor, pero sus sueños se esfumaron al no poder proseguir con sus estudios graduados, gracias al “castigo” de tener dos bocas más que alimentar; así que tuvo que comenzar a trabajar en lo que encontrara. Su bachillerato en Estudios Hispánicos lo ayudó a conseguir un trabajo en K-Mart. Lo que ganaba allí lo complementaba con el cheque de los cupones y con el plan WIC; no era mucho pero por lo menos le daba para vivir, no bien, pero vivía… sumergido en un mar de deudas, frustraciones e infelicidad. Pero su madre siempre se lo advirtió “¿Que tú vas a hacer con un bachillerato en Estudios Hispánicos?”
Ricardo Cardenales quería superarse, tenia esperanzas en una mejor vida. Por eso siempre sacaba un peso de donde no lo tenía para jugarse un numerito de loto, pero la suerte no esta hecha para los necesitados. También Ricardo era un hombre de fe, iba junto a su esposa e hijo todos los domingos a la iglesia. Buscaba en Dios una solución a sus problemas, una salida a lo que el llamaba, el laberinto miserable en el que se hallaba sumergido. Pero Dios nunca le dio una respuesta, ni tan siquiera una señal. Si no que como siempre acostumbra hacer, le jugó una pequeña broma; apagó la visión de su pequeño hijo.
Ricardo acostumbraba antes de irse a dormir ir a su pequeño librero, agarrar uno al alzar y leer un poco. Esa noche no fue la excepción. Agarró uno y noto que un marcalibros esperaba que leyeran aquella pagina. Fue a la pagina marcada y leyó…
“Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,la resaca de todo lo sufridose empozara en el alma… Yo no sé!
Las lágrimas comenzaron a brotar de los ojos de Ricardo Cardenales.
Y el hombre… Pobre… pobre! Vuelve los ojos, comocuando por sobre el hombro nos llama una palmada;vuelve los ojos locos, y todo lo vividose empoza, como charco de culpa, en la mirada.Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!”
- Cesar Vallejo
Se agarró el crucifijo que le colgaba del cuello y de un tirón lo arrancó. Entonces, sólo entonces comprendió que debía hacer algo con su vida, que no podía seguir esperando una respuesta de Dios.
domingo, 1 de abril de 2007
3er intento (un cuento trágico de todos los días)
Querida Rosita:
Vivir contigo nunca fue fácil, pero estábamos enamorados y así se dio. Verte despertar por las mañanas era mi droga favorita; tu piel tan blanca y desnuda, los lunares de tus hombros, tu pelo enmarañado estrangulando tu largo cuello, tus pies buscando abrazar los míos, y la media sonrisa justo antes de abrir los ojos. Era impresionante. Sí, las mañanas eran una delicia, todo contigo al principio. Pero entonces pasó el tiempo, y nos hicimos distantes. Tus ojos devolvían reflejos vacíos, y ya no buscabas el roce de mi antebrazo. Está bien, nunca pensé que duraría para siempre, pero tampoco esperaba que fuera tan desastroso. La decadencia iba de la mano con él. Desde que entró a nuestro hogar no me miras igual, a penas sonríes si se ausentan sus brazos; todo lo que él hace te parece gracioso, todas tus sonrisas son suyas. Me desespera la injusticia de que el último bistec de la cena le toque a él, el último beso, la última caricia, todo al fin y al cabo desemboca en su felicidad, ¿dónde quedo yo Rosita?; ¿Sabes que se llevaba mis zapatos al patio y los orinaba a propósito?, luego se escondía detrás de tus tobillos con la cola entre las piernas y su cara de ángel. Al principio a mi también me convenció su semblante de ingenuidad y desamparo, pero luego me di cuenta de sus maquiavélicas intenciones. Y es que no entiendes, Rosita, poco a poco “calixto” me ha quitado tu amor (lo peor de todo es que no necesitó a la Celestina). No puedo sacarme de la cabeza aquel día que te encontré abrazada a él dormida en nuestra cama, (él no estaba dormido, Rosita, el abrió los ojos y me meneó la cola burlonamente). Quizás te parezca que exagero, pero no es así. Lo único que he hecho es amarte, y a medio tiempo, soportarlo a él. Siento mucho lo que te estoy haciendo, pero no tengo otra salida, no puedo compartirte con él, no quiero limpiarle la mierda por las mañanas, ni bañarlo los fines de semana (tampoco quiero verte a ti haciéndolo). Esta es mi carta de despedida, me mato, y es por su culpa. Espero que los perros no lleguen al cielo Rosita, allí estaré para ti siempre.
Tu amado, Felipe.”
Rosita abre los ojos como “pesca’o de frizer” - “¿Felipe, dónde estás?!”. En ese momento, calixto, el perro salchicha del demonio, entra al baño y comienza a ladrar. Rosita entra corriendo sin saber qué esperar de la próxima escena. “¿mi amor?”.
Ve el cuerpo de su esposo tendido en el suelo del baño, busca rastros de sangre, potes de pastillas, pero nada, sólo el tubo de la cortina de ducha se había caído, y su cuello seguía atado a una media nylon color negra. “Felipe, mi amor, ¿todavía estas vivo?” Cuando abre los ojos lo primero que ve es a calixto, ladrándole como de costumbre. Felipe esta llorando, ya es la tercera vez en una semana y no lo logra.
viernes, 9 de marzo de 2007
Viernes 3:00 am
miércoles, 28 de febrero de 2007
De fe, sushi y demencia
No acostumbraba llegar tarde a las reuniones, pero la llamada llegó a última hora. Usualmente no hacía citas con menos de dos días de anticipación, pero este nuevo cliente ofrecía dinero en grande. Se echó un último vistazo en el espejo de su cuarto que a la vez era comedor-baño-cocina. El reflejo de sus cejas recién acicaladas y el lunar negro en su mejilla derecha fueron interrumpidos por una gota y luego un chorro de agua que cayó de la bombilla que colgaba de una cadena justo sobre el espejo. Paró el vaivén de la bombilla con su mano, se quemó los dedos y maldijo. Tres segundos después la bombilla burbujeó y se apagó con una pequeña combustión.
Realmente no le importaba no parecerse en nada a la foto en su anuncio de negocios.
Marcos. Escolta masculina. 100% seguridad garantizada. Atlético. Latino. 6’2’’ 30 cintura. Foto actualizada. Llamar con anticipación.
Bajó apresuradamente las escaleras de su apartamento que lo llevarían a perderse en las calles frías de una ajetreada ciudad a finales de enero y corrió a la estación para tomar el próximo tren.
No somos muchos los que tomamos el tren a estas horas, las horas muertas, las horas en que el doctor-maestro-abogado-universitario duerme; medianoche, dos, tres, cuatro y cuarto. Estas son las horas en las que salimos a jugar, a empezar o terminar el día. Detrás de mi se sienta un guardia de seguridad; seguramente ahora entre al turno de las dos de la mañana. Parece ser el tipo de persona que dejaría, confiado, a su esposa durmiendo, quien no esperaría a que su esposo doble la esquina para llamar al hermano de éste para que esta noche la visite y le haga un favorcito...o dos...o tres. A su lado una muchacha demasiado joven, embarazada, de seguro sale de trabajar del cafetín noctámbulo más cercano. El destino quizás la hará toparse al regresar a su hogar con su suegra desmayada o quizás infartada luego de enterarse de la sobredosis que le privaría de la vida al padre de su nieto aún sin nacer a las 1:36:29a.m. en la sala de espera de un hospital vacío, frío, blanco. Tres filas más alante se sienta Pedro, o así lee la identificación ovalada en su uniforme gris de conserje. Viaja con sus manos sucias, viejas y ajuanetadas, que si pudiesen dibujarían cuadros de alfombras y butacas manchadas, condones, diafragmas y mesas con cucharas quemadas, agujas y residuos de finos gránulos blancos.
Éstos y todos los demás que ves aquí somos los que hemos perdido la fe en la raza humana y en todo aquello que se puede llamar una fuerza sobrenatural. Estamos todos aquí, vagón 98745 ruta M-17, tarifa $2.00; la mesera, el guardia, el conserje, la bibliotecaria, el vendedor ambulante...el puto.
El trastornante chillido metálico anunciaba que el tren pronto caería en reposo, y la voz ronca del operador del vagón recitó la próxima parada: Vagalia y Washington. Julio, (su nombre verdadero, ya que Marcos era su nombre profesional) salió del vagón y caminó por el andén con un único aire de supremacía, como si todo lo pudiese vencer. Quien lo hubiese visto esa noche diría que tenía el mundo a sus pies, precisamente sin saber los demonios que lo atormentan.
Se dio a la tarea de buscar el número 742 de la calle Demia. Es en este restaurante de pescado en pleno estado de putrefacción donde haría la entrevista inicial para luego trabajar con su cliente. El porqué escoger un sushi-bar como SUSHI-O en un barrio tan caliente como ése y a esas horas como punto de encuentro todavía le trabajaba por dentro. Muchas veces tuvo encontronazos con la policía o sorpresas desagradables que más de una vez lo hicieron despertar en una cama de hospital con uno o dos dientes menos. Su miedo era intenso y el frío que llevaba en su corazón más aún. Pero no era hora de ser Julio, el niño asustado que lloró a lágrima viva la muerte de su madre en brazos de sus nuevos padres sustitutos. Su nombre ahora era Marcos, escolta internacional, “dura y rinde”, la leyenda viviente. Y nada lo podía detener.
La voz en el teléfono de un hombre americano o quizás británico le había advertido llegar al restaurante completamente desarmado. Un cliente muy especial, según le aseguró el caballero de apellido Mackenzie, llevaba meses buscando a un chico como él. No se especificó en ningún momento el género de dicho cliente, ya que una de las fallas del idioma inglés es su censura a los géneros cuando se trata del sustantivo. A very important client muy bien podía ser una exitosa mujer de negocios, casada y cuarentona o un joven cosmopolita, apenas cumplido sus veinticuatro, con ansias de exploración. Realmente le daba igual negociarse a un hombre o una mujer.
La ventaja del hombre es que no gime y grita tanto como una mujer, acaba rápido y no se sobrecoge de emoción por uno; el trabajo se hace más placentero. La mujer, por otro lado, te pagará más porque querrá que la abrases cuando termines con ella.
Su muñequera-reloj negra y plata alertaba que estaba ya nueve minutos tarde para encontrarse con Mackenzie. Finalmente, entre un antiguo almacén privado en plena destrucción y una logia masónica clausurada resplandecía y chillaba una luz neón verde, naranja y amarilla. Tomó el que sería el respiro más grande que jamás tomó y haló por el frío mango dorado de cabeza de dragón la pesada puerta de madera oscura y tallada que protegía la entrada al SUSHI-O.
La primera bofetada que sintió fue la del fuerte olor a sangre de pescado. La segunda, ésta a nivel ocular, fue la penumbra en que se encontraba el restaurante. Tres filas de diez mesas estaban alumbradas por lámparas rojas de papel que colgaban casi mágicamente del alto techo de madera. A la izquierda, una pequeña barra, donde un agobiado anciano de porte oriental y largos bigotes blancos ahogaba sus penas mientras el barman limpiaba con fervor la mesa, sutilmente insinuándole que ya era hora de irse. Detrás de ésta se encontraban iluminados por una tenue luz azul botellas de todos los tamaños y formas, con licores exóticos y etiquetas en idiomas y caracteres indescifrables.
Una mujer con la cara grotescamente teñida de blanco, nariz ancha y pómulos acentuados, su pelo fuertemente amarrado a la parte de atrás de su cabeza y kimono rojo-dorado sobre su blusa y mahones, traía una bandeja hirviendo de camarones y vegetales desde la cocina, dejando a su paso una cola de vapor blanco. Como una ofrenda, deja los platos sobre una de las mesas para ser devorados por dos obesos turistas de pelo negro. Esa era la única mesa habitada en el restaurante a esta hora... esa, y la del señor Mackenzie.
Inmediatamente después de sentarse frente al caballero vestido de pantalón blanco y camisa floral gris fue bienvenido con una taza de sake humeante. Si su paranoia y desconfianza no hubiesen sido tan agudas en ese momento, hubiese pensado que era un bonito y cordial gesto de su parte. Desde pequeño ha tenido esta idea de que el mundo entero conspira para matarlo. Una mesera, esta vez de cabello rojo, su cara igual de blanca que la que lo recibió en la puerta pero con sus poros más abiertos les ofrece un aperitivo. Marcos muestra muy poco interés. Mackenzie por otro lado insiste y acto seguido ordena el salmón fresco con arroz y salsa dulce. Marcos se estrilla los dedos y evita la mirada de Mackenzie. Mackenzie sonríe estúpidamente, se reclina en su silla, pita dos veces y lo mira a los ojos.
Este tipo es uno de los que piensa que si se accede a una entrevista se debe aceptar todo lo que se ofrece. No le debo nada, no me estoy muriendo de hambre. Además, si me conociese bien sabría que no como en sitios que no conozco ni mucho menos con gente que no conozco. No sería la primera vez que intentan envenenarme, no sé que sacan con eso, no se por qué lo hacen. No se qué quiere aparentar este gringo ante mí y ante todos. Puede engañar a todos pidiendo platos finos pero a leguas se le ve la costura. Su reloj es claramente una imitación y el sonido del segundero ya está volviéndome loco; un reloj suizo auténtico es totalmente silencioso.
Es como la gran mayoría en esta ciudad, viviendo para aparentar. Es una enfermedad, una condición que llega a nivel comercial. Vale la pena sólo mirar a las meseras en este restaurante, sus kimonos rojos, su maquillaje, su colorete, su falso acento… ni una de ellas es oriental. Que obsesión con recrear algo tan ajeno y tan distante del cual no se sabe absolutamente nada, excepto lo que vemos en animes y en kung-fu flicks. Son falsas, como esta maldita ciudad, la gran metrópolis, la súper ciudad…su seno ya cansado, viejo, corrupto, sucio.
Mackenzie ofrecía unas cifras de dinero con las que Marcos jamás se había topado. Su cliente en cambio sólo pedía una noche entera con él antes de partir en un largo viaje. Recalcó esta vez que llevaba tiempo buscándolo y tendría que acceder para que fuese al fin feliz. Prometió que no se arrepentiría, y le exhortaba a no rechazar esta oferta.
A todos nos gusta prometer. Prometemos desde chicos y es desde chicos que aprendemos a romper estas promesas. Mackenzie promete que no me arrepentiré. Promesas al fin… como las que se hacen antes de trabajar, “si estoy limpio, no hay porque usar condón….me saldré antes” mientras enseño mis resultados negativos falsos. Promesas, como la de un padre que abandona a su hijo y a la madre de éste al borde de la demencia y el alcoholismo crónico y enfermizo y dice que muy pronto volverá. La promesa de un padre a su hijo escrita en una carta con matasello sudafricano que ofrece buscarlo, y recorrer el mundo con él, dice que todo estará bien, que pronto lo rescatará de las garras de su madre desquiciada. Es por promesas como las de mi padre que esta nueva raza de humanos no alberga espacio para ellas. Por eso es difícil creer en ellas, aún vengan del mismísimo Dios. Por eso es tan fácil romperlas.
El acuerdo entonces consistió en pagarle en ese momento la mitad del dinero y luego la otra mitad al terminar con el cliente. Mackenzie accedió, aunque un poco titubeante y salieron del establecimiento para abordar un auto largo, negro y lujoso estacionado frente a la entrada del SUSHI-O que lo llevaría a conocer a su very important client. El camino fue decorado de paisajes citadinos oscuros y borrosos por la lluvia y la velocidad y la música de Frank Sinatra a principios de su carrera de fondo.
El auto se aproximó lentamente al edificio B de un complejo de vivienda en el suburbio de la ciudad. Frente al edificio se encontraban estacionados alrededor de diez autos, todos iguales al que transportaba a Marcos en ese momento. Con extrañeza y miedo disimulado cierra la puerta del pasajero al bajarse y se dirige, según las instrucciones de Mackenzie, al apartamento 54 en el quinto piso.
Me tiene pinta de bichote éste, pero de los grandes. Dos hombres engabanados, con una ancha banda gris en su brazo izquierdo, gafas oscuras y auricular que cuelga hasta uno de sus bolsillos de su traje hacen guardia de pie en la puerta del 54. “Llegó”, dice uno de ellos mientras se toca el oído con su dedo índice derecho y se abre la puerta súbitamente. Adentro, sobre veinte hombres altos y rapados, portando la misma ropa que los dos de la puerta, se reúnen alrededor de una cama pequeña iluminada por una luz blanca como si presenciaran un descenso fúnebre; sus caras sin emoción, vacías. La cama es lo único que brilla en este cuartucho-estudio oscuro, caliente y húmedo. Un olor familiar y conocido se acerca, uno de cigarros y whiskey, un olor de la infancia perdida, de la prometida, de las cartas de un padre perdido.
Al reconocer mi presencia en el cuarto, el círculo casi perfecto de hombres se abre por el lado izquierdo de la cabecera de la cama y muestran el cuerpo demacrado y estirado de un hombre atado a una máquina respiradora; en su rostro veo mis propias cejas, nariz y el mismo lunar en la mejilla derecha. El olor se hacía cada vez más fuerte mientras sus hombres lo erguían para que se dirigiera a mi; su voz temblorosa, ronca, derrotada, sin vida:
“No me preguntes como te encontré. Sólo escúchame, no te vayas. Perdón hijo. Eso es todo lo que tengo que darte ahora y lo único que te debía. Entiende, tu también te hubises ido. Si te fijas, lo tuve todo. Tengo casas en cinco continentes y sobre doscientos trabajadores en cada uno, todos bajo mi mando. No hago nada, ellos mueven el producto, yo me encargo de cobrar. Quise traerte a este mundo, de veras quise, pero el dinero y las mujeres ciegan al hombre y lo hacen borrar su pasado. Me queda poco, los riñones no se hicieron para aguantar tanto abuso y la metástasis no tiene misericordia alguna. No espero que te encargues de este imperio sucio y poderoso, haz lo que quieras. Sólo quería que me escucharas, a Dios no le importa mi dinero, sólo las cuentas claras. Entiende, solo trata...”
Todos los que abordaban el tren esa noche con un joven Marcos seguirán perdiendo cada día más la fe en la raza humana y hasta en ellos mismos. Ahora que sigo tomando el tren y veo a las mismas personas y recuerdo el desenlace de esa noche de eventos inesperados puedo decir que, en algunos casos raros, existe espacio para el arrepentimiento y la resignación, por más corrupto que sea el alma y las intenciones del ser humano. En mi caso, se trató de un espacio pequeño y efímero para el perdón, o quizás aquello que sentí en ese momento fue lástima y asco por el alma de mi padre, que hoy cumple cuarenta y ocho meses de estar ocho pies bajo tierra, piedra y cemento.
José A. Monge Rendón nació en Fajardo el 21 de marzo de 1986 pero fue criado en Río Grande. Actualmente es estudiante de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras en donde completa un bachillerato epico entre grábado plástico, italiano y francés. Entre otras cosas, tiene una fijación exótica con la cultura oriental.
martes, 27 de febrero de 2007
Tres
Un poema
Viejo
Quise construir tu abrazo frágil
como un niño construye un castillo de arena
teniendo en cuenta
que el mar duele
y no perdona.
Hacerte un inventario de las calles
que no conociste, que nunca habitaste
para ver como pasaba el tiempo y la ciudad.
Tu mano es puente, la proximidad del cariño.
Viejo.
Ya son menos los abrazos que nos quedan.
Y yo, que soy ese niño que hacía
castillos a pesar del mar,
trato de construir tu abrazo
con las hilachas de ternura que derramas,
aunque el tiempo pase
y con él la ciudad.
Dos cuentitos
La cartero
Pero un día...

Cristino se sienta en su escritorio a vigilar. Entran supervisores y salen oficiales de alto rango. Sonríe fielmente a cada ser que por su área circunda. Cuando se alejan, disimuladamente se come las uñas. Junta sus manos y no para orar, junta sus manos y comienza a dar vuelta y vuelta, para secar el sudor de sus palmas. Se manosea las manos y se aprieta los ojos con el pañuelo que le regaló su hijo el día de los padres. Un sonido extraño sale de él y sin importar lo negro, se sonroja.
Busca en la gaveta y no encuentra nada. Un vacío se lo come y ráfagas intestinales lo azotan. Pero él es fuerte, él puede, él aguanta. Aunque se toca la barriga, se soba para aliviarse. Las malditas Zantacs no aparecen. Su escritorio se quiere caer por tantos papeles. Todos los informes sin entregar están allí. De tanto buscar Cristino camina con pausa, por los pasillos de la Comandancia. Hay que disimular un poco.
Tiene paciencia inigualable, y lo recto de sus ojos exaltan templaza. En él, se puede explorar sin ningún tipo de problema, no hay nada dentro que pueda expresar sin tapujos. Allí en su silla de metal que rechina cuando se recuesta, mira y como endrogado con el aire acondicionado se queda mirando. Solo mirando.
jefe mire esto ayude a resolver esto teniente lo necesitan en la oficina doce ayer el comandante me dijo que no hay mejor persona que desde que llegué yo a este lugar los casos se han resuelto en su mayoría desde que tomé las riendas que se cuide porque quien va a dirigir prontamente la comandancia voy a ser yo teniente se necesita en el tribunal mañana jefe este muchacho es nuevo y no sabe como hacer las cosas sea la madre en la academia ya no entrenan na’ a los policías las cosas no son como antes aquí lo que hace falta es alguien con pantalones de verdad pa’ que arregle las cosas después de 23 años ahora es que me toca voy ahora estoy firmando estas vacaciones ya sin mi no pueden hacer nada las cosas no marcharían bien si aquel día no me hubiesen nombrado como jefe de este departamento no no no no no no no no no tal vez mañana posiblemente la semana que viene mataron a cuatro verás que no pasa na’ yo nunca uso eso son changuerías bájate y vela bien y dispara jefe la prensa lo espera hay que decirles a esa gente… cristino felicidades que brutal te quedó eso mano todo bajo control tu cristino lo tienes controlado…
Por un corre corre responde a la última llamada: Balacera. Su especialidad. Lo que buscaba.
Toma las llaves del Crown, va al parking, mete la llave, y se pone sus gafas Rayban. Negras con tonos plateados en los lentes. Brillan y reflejan los edificios mientras se dirige al lugar de los hechos. Ve debajo del asiento y ahí están. Toma una Zantac, un buchazo de agua embotellada. Menea, mueve, suenan. Otra Zantac para reforzar. Otro buchazo. Más un suspiro. Sirenas encendidas más cortes de pastelillos adelantan el paso. Viaja por el paseo y llega. Se limpia el goteo de su frente cuando ve las seis patrullas con rotos de .45 y M16. Guerra entre puntos. Hay que calmar esto y por eso llega el héroe. Por eso el Capitán lo envió. Se baja del vehículo, muestra su pecho con su camisa de cuatro botones abiertos y una placa en oro 14 de Santa Bárbara, pantalones Dockers, correa marrón en combinación con sus zapatos, las medias que usaba su abuelo. Observa a su alrededor y comienza el trabajo. Ofensiva organizativa, así le llamó Cristino a la operación. Total; él es el encargado.
Por más balas que pasen, por más ruido que escuche, ya nada le da miedo. Ahí se queda, detrás de la puerta de su patrulla favorita. Crown Victoria azul oscuro. Jugando a Superman. Cuidando de sus compañeros, en un residencial. Ves la cara de miedo y cansancio de los otros, pero ellos lo ven, y sienten tranquilidad. Se sienten salvados, de algo sirve su mirada. Sobriedad. Línea, pura línea. No usa chaleco, porque no es la primera balacera en su vida. Ha sobrevivido a demasiadas lluvias de balas. Se siente tan fuerte que podría pararse en el mismo medio del tiroteo y ninguna bala le tocaría. Se limpia el sudor de su frente otra vez, sonríe, mira el perímetro y por una ventana apunta, dispara y uno menos, ya van cuatro. Después de eso te crees omnipotente.
Una Bala. Dos Balas. Un 1050 ¿Lo escuchas Cristino? La Radio lo dice. Oficial Herido. Te tocas y ves sangre. ¿Y te atreves a dudar si es tuya? Lo sabes. Te caes. Te duele. Te desangras, tu mundo se cae, Cristino Lebrón. Se te nubla el cielo. Ya no hay Zantac que te alivie el vacío del estomago, ese que sientes ahora. No la tienes en tus manos para moverlas. Te tocas el estomago. Ves tu placa de Santa Bárbara llena de sangre, tu camisa, tu pantalón. 1050, 1007. Así mismo. Piden más refuerzos para un oficial caído. Llegan más. Y tú en el suelo. ¿Te estás imaginando la portada de mañana, verdad? En letras rojas, Oficial cae en Balacera. Como te fastidia. Nunca viste la posibilidad de ver tu foto en el periódico.
El oficial se desangra en la brea caliente, y se forman ríos de sangre que corren por la calle. Llora mientras siguen las balas. Ya no puede hacer nada. Las sirenas que se escuchan, las que tanto le hicieron sentir poderoso, ahora le lloran.
Carlos A. Ortiz de Jesús nació un 21 de julio en Ponce, pero se siente pertenencia de Santa Isabel. Actualmente estudia en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras, un bachillerato en Ciencias Políticas.