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miércoles, 5 de marzo de 2008

La vida de Monserrate Avilés y el increíble suceso del Teléfono que no Existe.




[Brevísimo Fragmento de una pieza de teatro breve]


En el centro de un espacio vacío y oscuro hay una cabina de teléfono público del tipo que no existe en Puerto Rico, tiene un letrero que lee Teléfono que no Existe. La cabina está iluminada por un spotlight. En la oscuridad, en una banquito de parque está sentado NARRADOR, mujer negra de veintipico de años, vistiendo un gabán oscuro con una camisa blanca. NARRADOR se para y da unos pasos hacia delante, se enciende un spotlight que lo ilumina.

NARRADOR: (Lo que va narrando sucede al mismo tiempo. Su voz es casi monotonal. Aburrida.): Monserrate entra a la escena, con sus ojos tirados por el suelo, vestido en el tipo de trapos que usa una persona que está sola en el mundo. Entiéndase: un triste suit negro. Se detiene un momento mirando al horizonte, como lo hacían los filósofos, sin saber que hay un público observándolo, y recuerda que su vida es una mierda y que jamás ha podido entablar una relación saludable con una persona. (Un tercer spotlight cae sobre MONSERRATE, que está quieto. No parpadea. No se mueve. Mira hacia las gradas) No se mueve, porque la carga existencial de hacerlo es inaguantable. Siempre se detiene ahí, de camino a su casa, y le echa la culpa a su madre, que lo nombró Monserrate siendo varón, en vez de llamarlo José, o Pedro, o Emeterio o inclusive, Salvador.

NARRADOR y MONSERRATE(en unisono): Mi vida es una mierda.

NARRADOR: …dice Monserrate y considera por un momento romper a llorar, porque le acaban de decir que tiene cáncer del ser, y no tiene una madre o una pareja a quién contárselo. Monserrate lleva años así, así tan solo. Su madre, que también se llamaba Monserrate, murió hacía seis años, por falta de amor y su padre, esposo de su madre por toda una vida, murió consecutivamente, porque su esposa le había prohibido ver las noticias y en el funeral de esta se enteró que los árabes destruyeron las Torres Gemelas. Entonces, el teléfono suena.

Suena el Teléfono tres veces, y MONSERRATE camina hacia él. No le presta mucha atención a la cabina ni al letrero. Abre la puerta. Lo contesta. NARRADOR camina hacia la cabina y cierra la puerta. Vuelve a su lugar, frente al banquito.

lunes, 1 de octubre de 2007

El pozo

Sergio C. Gutiérrez Negrón

Una vez encontró el pozo no escribió una palabra más.

Se sentaba frente al teclado, estiraba sus dedos sobre él, alineaba los pensamientos frente al paredón, pero el disparo catalizador nunca salía. La página del procesador, al igual que la pared detrás de sus víctimas, se quedaba en blanco, sin una mancha.

Sus ideas, por el otro lado, se denigraban, se oscurecían, se deslizaban lentamente hasta llegar, como culebra empedernida, al borde de aquél pozo, que las llamaba.

Se encontraba él, allí, sin quererlo, sin buscarlo, observando la bruna en la profundidad. Ahogándose en una vorágine que parecía tragedia griega y lo halaba por los tobillos.

Cuando por fin se sentía muriendo, la sombra lo tiraba de vuelta al mundo real, a un charco de vómito, a dos botellas vacías, y a un hijo con su labio inferior roto, y un ojo hinchado. El niño lo miraba, con ojos aguados, y corría, hasta perderse, por el largo pasillo.

En el medio de la noche, se levantaba, se sentaba frente al teclado, acompañado de una taza inmensa de café, y nuevamente estiraba sus dedos sobre las teclas. Veía como el pozo se abría frente a él, respiraba y se lanzaba, intentando buscar palabras.

Entonces, volvía a aparecer en el suelo, sudado, vomitado, con algún familiar mirándolo raro, susurrándose cosas, y sangrando en silencio.

La rutina se repetía. Pero, él no se daba por vencido. Aún no había escrito su gran obra. Regresó al escritorio, con café, con ron, con ganas. Estiró sus dedos, preparó la página blanca, preparó los rifles, apuntó.

Por favor, no lo hagas. Vente a dormir,” le rogó su esposa.

Se puso de pies, la besó, cerró la puerta, y regresó a la computadora.

Tenía la primera frase: en el fondo. Era suficiente.

Más, de la última vocal, se asomó la oscuridad que lo llevó de vuelta a aquél borde de ladrillos gastados, a aquella oscuridad, de la cual susurraban su nombre.

El negro hipnotiza, la bruma roe.

El vértigo lo aturdía, lo empujaba, lo hostigaba hasta que lo haló hacia adentro.

El escritor encajó sus uñas entre los ladrillos y se sostuvo. En las ranuras de éstos, vio rasguños carcomidos por el tiempo. Las sombras saltaron a él, se filtraron por entre sus poros, hasta que todo lo que vio era noche.

Su esposa, con la cara deshecha, le apuntaba con un revolver. Movía su cabeza de lado a lado, mientras que sus labios acariciaban un no, no más.

Él se acercó, intentó decirle que se detuviera, que no era su culpa, que era el Pozo.

Mas, apretar un gatillo no es una cuestión existencial, y la estrepitosa explosión lo empujó sobre el borde del pozo, lo lanzó al negro, con un pecho reventado, y se sintió caer por entre los crepúsculos, hasta aterrizar en un charco de agua, donde habían otros como él, otros con sus pechos abiertos, y sus miradas perdidas en un vaivén anochecido.

lunes, 18 de junio de 2007

Faustino y el cielo

Sergio C. Gutierrez-Negrón

Faustino jamás había volado. Para él, el cielo era algo ajeno. El cielo estaba muy lejos. Demasiado alto para alguien de su estatura.

Faustino era un enano y un vendedor de impresoras. Había salido del país sólo en asuntos del trabajo. Había ido a Cuba y a las Islas Vírgenes. Una vez fue a América del Sur. Siempre en bote, nunca en aire, porque recuerda: Faustino jamás había volado.

En Abril del dos mil, dejó de vender impresoras y decidió comprar un pasaje de avión para la Argentina. No sabía por que había escogido ese destino, pero así lo hizo. No tenía amistades, ni tenía familia real. Era un enano solitario.

Vender impresoras había sido su vida. Jamás pensó que su trabajo terminaría. Ahora, en las mañanas, miraba al cielo. Seguía ajeno. Seguía demasiado alto. Estaba horas frente a su casa observando el cielo. Los vecinos pasaban por su lado, y confundidos dirigían su mirada hacia el cenit. Nunca encontraron lo que Faustino miraba. Para ellos, el cielo era común. Para ellos, el cielo estaba cerca. Para ellos, el cielo era sólo el lugar donde volaban los aviones de camino a Disney. Para Faustino, que jamás había volado, el cielo era libertad.

El día que Faustino iba a volar por primera vez, sufrió un infarto. Sus maletas cayeron a su lado y su pequeño cuerpo azotó contra el suelo del aeropuerto. Desde la ventana del hospital, pudo ver el avión huyendo sin él. Cada vez que cerraba sus ojos recordaba sus mañanas mirando el cielo. En las noches, soñaba con vender impresoras.

Faustino era un enano de treinta y dos años cuando tuvo su infarto. La mañana después, supo que no llegaría a los treinta y tres. Le tomó varios días salir del hospital. Compró otro pasaje, esta vez hacia España, y se preparó para viajar. En su estadía en el hospital, hizo amistad con una enfermera. Tenía cuarenta años y tres hijos. La llamó sólo para decirle que volaría. Ella, una mujer depresiva, decidió acompañarlo. El día después, compró un pasaje para España, y una impresora. Faustino, aunque la encontraba repugnante, le cogió cariño.El veinticuatro de mayo, cuando saldrían para España, la mujer de cuarenta años, y tres hijos, decidió suicidarse. Faustino tuvo que organizar el entierro. Sus tres hijos habían desaparecido. Desde la ventana del funeral, Faustino vio el avión partir para España.
Faustino no sentía cólera. No culpaba a nadie. No creía en el Destino, ni creía en Dios. La próxima noche fue a beber en un bar. Bebía vodka. A Faustino le encantaba el Vodka. Una mujer le pagó un trago. No todos los días lo invitaban a beber. La miró a los ojos y supo que para ella el cielo también estaba cerca. Esa noche, Faustino compró un último pasaje de avión. Esta vez, volaría a Chile. Faustino organizó todas sus cosas. El siete de junio se iría para Santiago.

Las tres mañanas que le precedían, las pasó mirando el cielo. Los vecinos lo miraban confundidos, y elevaban sus miradas al cenit. Al ver que no había nada, se largaban sin decir una palabra.

El día antes que Faustino volara, se le acercó la nueva vecina del piso donde vivía. Le preguntó qué observaba. Y él le contesto que observaba el cielo. Esperó por varios minutos que ella, como el resto, se largara. Pero no lo hizo. Se sentó a su lado, en silencio, y se quedó mirando las nubes.

Faustino se fue sin decir una palabra. Subió a su cuarto y la observó desde la ventana. Tres horas después, volvió a asomarse y todavía estaba allí mirando su cielo.

La mañana siguiente, Faustino salió con su maleta y encontró a la vecina mirando las nubes. Intentó alcanzar, con su mirada, el punto que ella miraba, pero no encontró nada.
- ¿Qué observas?- le preguntó él.
- El cielo.- contestó ella. – Ya te entiendo.
- Lo dudo.
- El cielo es libertad.- dijo, como en un susurro. – Está tan lejos… tan alto…
- El cielo es vida.- Dijo él, y decidió irse.
- El cielo es muerte.- Susurró ella. – Tú y yo somos demasiados pequeños para llegar al cielo. El cielo es muerte. El cielo es soledad. El cielo es la libertad más horrible que podríamos conocer.

Faustino la miró como jamás había mirado a alguien. La odiaba, pero ella entendía. Su cara se desfiguró y le dio una sonrisa. Ella se la devolvió y puso, otra vez, su mirada al cielo. Estaba perdida en él. Le sorprendió que ella, en menos de un día, hallase en las nubes aquél secreto que todos, hasta la genética, le habían prohibido. La envidiaba.

El siete de Junio, a las 3 y 30 de la tarde, Faustino puso sus pies en el avión. Se acomodó en su asiento. Guardó sus maletas, y miró por la ventana. Estaba ansioso por que despegara el avión. Se abrochó el cinturón, ignoró a la azafata, y pegó su mirada en el cristal. Sintió el pájaro de acero cobrar vida. Sintió el pájaro de acero comenzar a tomar vuelo; justo en el momento en que el avión entró al dominio del cielo, la cabeza de Faustino achocó contra la ventana. Estaba muerto.Faustino jamás había volado.

Tenía treinta y tres años y lo único que hizo en su vida fue vender impresoras.

domingo, 6 de mayo de 2007

Galateas

Sergio C. Gutierrez-Negrón


Se me escapa la explicación de por qué cuando cierro los ojos me encuentro en el cuadrángulo de Tiananmen caminando entre un hormiguero de plomo picante. Los pedazos de piel y de plasma me guindan, al igual que la flema rojiza, y continúo por esos lares buscando a alguien que no puedo reconocer.
Todos se me parecen.
Una de las mujeres, que son una misma mujer, se detiene frente a mí, con su pequeña faldita de niña de escuela superior y me dice algo. No sé si está haciéndome un llamado, regañándome, o condenándome porque todo me suena afín. Siempre silban hostiles. Le apunto hacia donde los estudiantes han tumbado al tanque de guerra y ella sonríe. Sonríe una sonrisa de perlas blancas y espuma. Como Galatea.
Fusilo el pensamiento y continúo trotando.
Un soldado alza su rifle hacia mí, pero yo soy muy rápido, con un fluido movimiento de mi muñeca le llevo la cabeza enredá. Llego al extremo del noroeste, a la falange de soldados verdosos con sus ametralladoras apuntándome. Me disparan y me quitan la cámara. No me había dado cuenta que tenía una camcorder en la mano.
Me doy la vuelta, creo que huyéndole.
Comienzo a buscar a la muchachita del rato anterior, pero la confundo. Detengo a otra chamaquita que me mira asustada. En su vida había visto a alguien tan largo y tan oscuro. Le hablo, y te aseguro que para ella todos sonamos iguales. Deduzco algo de los enredos que habla: susurra Polifemo. Probablemente es estudiante de literatura del Siglo de Oro español. (Me dijeron que uno de los centros de investigación de Julia de Burgos más grandes está en China. Nunca supe si creerle a la profe.)
Le voy a preguntar por la de orita, pero una de las hormigas metálicas le vuela la cabeza y me embarra de su aceite carmesí. Lo saboreo. Sabe diferente. De repente me pregunto si la tienen virá, como dicen las gentes vulgares por ahí.
Al rato, veo al tanque de guerra, y me acuerdo que le había dicho que estaban allí los estudiantes.
Tienen a un soldado amarrado, con cadenas, en contra del tanque de guerra. La punta del monstruo metálico de repente me parece fálica.
La muchacha original, mi Eva asiática, me mira y sonríe levantándome un pequeño lighter. No, no fumo, le contesto y me doy cuenta que no me ofrecía una luz. Me doy cuenta porque veo que lo acerca al soldado, que está empapado en algo, y lo veo encenderse en fuego.
Todos los fuegos el fuego.
El fuego los hombres, y los hombres el hombre.
Ella se ríe. Se ríe como una sirena navaja que acalambra espuma salina.
Corro hacia a ella, porque la falange militar se comienza a mover hacia nosotros,la empujo, la tumbo contra el suelo, la aguanto en contra de su voluntad, la atrapo en un abrazo y corro hacia el otro lado de la plaza. Allí hay otro pelotón, y desafortunadamente, la memoria de la tarde en la que conocí el hielo no me llega.

Siempre me levanto ahí. Pero no me levanto hacia la realidad, sino que es un desplazamiento lo que hago; es más un viaje que un levantar del todo. Me encuentro en un pasillo de nueve pies de ancho, y miles de largo. Veo una masa de judíos apestosos, desnudos, empujándome, picando pedacitos de sus billetes mientras andan. Alguien los empuja desde el otro lado, pero son tantos que no puedo ver nada. Todos están rompiendo lo que tienen y comprendo en su hebreo que condenan a otros individuos, que no van a coger lo poco que nos quedan. No nos van a robar más.
Estamos en el Camino al Cielo, me dice otro. Una mujer calva se tropieza en contra mía. Está desnuda. Se cae sobre mí y casi nos pisa la multitud. No sé que hacer. Veo su mirada tan errática que lo único que se me ocurre es besarla. La beso. Le empujo mi lengua dentro de su boca, y no recibo la de ella de vuelta. Lo que siento es una boca llena de un foam terrible. Me sabe a ajonjolí.
El miedo sabe a ajonjolí.
Ella está inmóvil. No sé si por mi, por el miedo, o porque me desea. Así que llevo mis manos hacia sus nalgas y las aprieto.
Me pongo de pies, la ayudo a levantarse, y como me dijeron que estamos en el camino al cielo, la cojo en mis brazos, ella me sonríe, como una Galatea, y corro en la dirección que todos los demás corren.
Llegamos a una casa, gigantísima. Más un almacén que una casa y veo que hay duchas. Le digo que no se preocupe. Que una vez caiga el agua, nos escaparemos. Pero nunca sale agua. Entran miles de personas y les grito que no caben más. Pero siguen entrando hasta que siento que me convierto en una sardina y me apesta a aluminio.
Es en ese momento es que comienza a llover gas. Comienzan a toser. A gritar. Y puedo asegurar que aún a dos millas de aquí se pueden escuchar los gritos. Primero, pues claro, un grito intenso como de fin de mundo, pero luego desciende, todos en unísono, hasta que se vuelve el zumbar de una abeja como fin de parto. Hasta que no se escucha nada. Hasta que miro a mi alrededor y están todos muertos. Están todos muertos y de pies, y convulsionando y tan apretados que no pueden caerse y morir como dios manda que se muera la gente.
Cuando entran los rubitos, veo una forma de escaparme. Comienzan a sacar a los cadáveres, a tirarlos en trenes, a dormir con plomo a los que aún tiemblan y no sé como no me ven, así tan llamativo, escurrirme por sus lados y saltar las vallas. Me asusto mucho. Sudo un sudor pegajoso hasta que llego a un borde donde queman cuerpos, y entre las llamas veo un rectángulo de luz más verdosa. Cojo impulso y salto a ese cuadrángulo, que es el cuadrángulo de despertar, y me despierto.

Estoy vivo. Huele a potpurrí. Estoy en mi cama. Sudado y desnudo. Busco a mi esposa a mi lado, pero no la encuentro. Beba, ¿dónde estás?
No me contesta nada, pero escucho unos sollozos desde el baño.
Me pongo de pies en silencio, camino con cuidado y me asomo a la puerta.
Mi mujer está sentada sobre el inodoro, desnuda, con una mano soportando una cara que está roja de llorar tanto, y la otra aguantando un potecito de pastillas grandes, que la matan lentamente. Camino a donde ella. Me golpea. La abrazo y le sobo la blanca cabeza que ha sido rapada por las frías tijeras de la quimo.
Nena, vas a estar bien, le digo, y en verdad me lo creo aunque todo el mundo que conozco se ha muerto de lo mismo.

Ella levanta su mirada hacia mí. Hace una mueca fea porque le duele mucho, y la sobo más duro. Intenta sonreír y le digo que no lo haga. La abrazo fuerte, pero entre mis brazos de volcán polifémico se me vuelve espuma inmaterial que se llevan las olas cuando retroceden y, eventualmente, me quedo solo, allí, sentado sobre el inodoro, llorando porque siempre termino perdiéndolas. Llorando porque Galatea está ausente, y porque siempre que intento se me desvanece.

domingo, 22 de abril de 2007

Martini

Sergio C. Gutierrez-Negrón


Ella llega a la barra vestida en telas oscuras, con un par de gafas grandes, que sólo dejan al descubierto una nariz y varias pulgadas de cara.
Ella llega a la barra tarde, con su pelo suelto y blanco y libre sobre sus hombros; su dedo anular rodeado por una sortija oxidada.
Ella llega a la barra sola, se sienta en una esquina y pide por un martini.
Que sea doble.
El bartender la mira, porque no la ha visto antes. La mira también porque las gafas son demasiado grandes y demasiado oscuras para una señora de su edad. Se da cuenta que la incomoda, porque ella le dispara una mirada y le dice: me incomodas. Él regresa a su labor, a brillar con un paño sucio la barra de madera caoba encerada. Se limita a limpiar y a contestarle los pedidos a la señora por el resto de la noche.
Ella, su nombre es María (cómo sus hermanas, su madre, y todas las puertorriqueñas que ha conocido a través de su vida) bebe de su copa y cierra sus ojos, bebe de su copa e intenta recordar. Pero ella nunca lo ha logrado. No le funciona como en las películas, no le funciona eso de cerrar los ojos y ver las cosas tan puras como en filme. Sus recuerdos son oscuros, no tienen imágenes verdaderas, son formas deformes que no le dicen nada. Y cuando dice nada, es nada.
Suenan las campanitas de la puerta y entra un hombre alto, cano, que también tiene un par de gafas demasiado grandes para su cara. Se sienta al lado de ella y le mira la mano. Le está mirando la sortija. Con su dedo pulgar, ella le hace dar vueltas al pequeño aro.
“¿Estás casada todavía?” Le pregunta el don.
Ella bebe de su martini. Lo acaba y pide otro más. El bartender se acerca, sólo mirando la barra, sirve otro, y de un sorbo, ella lo termina. Pide otro.
“Eres viuda entonces.” Dice el hombre y ella lo busca con su mirada, detrás de sus gafas. Se conecta con las de él. Le mira la mano, pero no le ve nada.
“El dedo anular se llama así porque antiguamente se pensó que lo habitaba una arteria que lo conectaba directamente al corazón.” Le explica María.
El hombre no pide nada sino que se queda observándola. Se quita las gafas y le enseña sus ojos azules, pero cuando él coloca el par de anteojos oscuros sobre la barra ella devuelve su mirada a la bebida. No lo mira hasta que se pone de pie, y se va.
Deja las gafas.
Pide otro martini, le pide disculpas al bartender por lo que le dijo horita, y él le contesta que no hay problemas. Que a veces a la gente le gusta que los dejen en paz.
“¿Pero está uno en paz mientras vive?” Pregunta María, no obstante el hombre se da cuenta que no es a él la inquisitiva, así que se limita a retomar el paño y seguir brillando la barra. La pregunta flota en el aire, por un momento, como el humo del cigarrillo que ella carga en su cartera pero nunca enciende.
Ella acerca la copa a sus labios, exhala por un momento, y ve como su aliento recorre la superficie del líquido. Suena la campanita que anuncia la apertura de la puerta. Ella cierra sus ojos, y traga un poco.
“¿Estas gafas son tuyas?” Pregunta una voz femenina. La señora la mira y le dice que no. La joven está vestida en un traje blanco, con su pelo oscuro recogido en un moño fúnebre, y, al igual que el señor anterior, tiene un par de gafas puestas. Se ve demasiado joven para estar en una barra. Se ve demasiado vieja para estar vestida de blanco. La señora se da cuenta que la muchacha es completamente atemporal. No hay rastros ni de juventud ni de vejez en ella. Pero no importa. La gente no va tan tarde a aquél lugar para conversar. Sino para intentar estar en paz.
“Un martini, porfa.” Pide la muchachita pero el bartender nunca se lo sirve. Le toca el codo a María, como para llamarle la atención. “¿Son buenos?” Le pregunta, y luego especifica que habla del trago.
María la mira, mira su trago y levanta sus hombros.
“No te sabría decir” , le contesta. “No me encantan. Los bebo en homenaje a alguien.”
La muchacha se quita las gafas, y las coloca a su lado. Asiente con su cabeza y mira al bartender. Se queda en silencio por largos minutos que se escurren y empañan el brillo de la madera de la barra.
“Beber en homenaje. Eso es bastante noble”, dice finalmente la muchachita, con una voz que se quiebra a tiempo con las silabas. Se pone de pies y se va.
La señora mira los dos pares de gafas negras que han dejado sobre la barra. Son idénticos. Termina su martini y ya el bartender sabe que no tendrá que servirle más ninguno. Ella le da el dinero, baja del asiento, toma ambas gafas, las hecha en su cartera y sale el lugar.
Sube las calles adoquinadas y empinadas del viejo San Juan en sus tacos negros, en sus telas negras, con sus gafas negras, con mucho cuidado negro; evitando encajarse en las rendijas. Las calles están completamente vacías con excepción de un gato aquí, un vagabundo allá. El cielo está oscuro. Las luces de los postes tiemblan del frío.
Ella nunca ha podido recordar algo. Es un sífilis onírico lo que la consume, lo que no la deja ver a sus seres queridos como a ella les gustaría verlos. Llega a su edificio, desliza la llave con cuidado en el orificio, sube las escaleras, abre la puerta. La mirada del que la volvió viuda siempre está escondida para ella, detrás de una sombra grande y oscura que difumina las siluetas hasta que son nada. Saca el par de gafas de su cartera y las coloca en un armario que está lleno de ellas. Le gustaría verlos a todos. Mira las fotos de su esposo y de su fallecida muchachita, sentada en una barra rodeada de amigos, todos elevando sus pequeñas copitas de martini brindando por alguna lejana paz. Le gustaría poder imaginársela llegando a la barra con los amigos, así tan vestida de blanco, con su pelo en ese moño que siempre usaba. Pero nada. Nunca la ve. Nunca lo ve. Cierra los ojos y todo es oscuro.
Se sienta en un mueble demasiado viejo y exhala.
La casa está vacía.
Ella está sola y lo sabe y tiene miedo, y lo único que puede hacer es esperar.
Mira las fotos, cierra los ojos y nada. Vuelve a cerrar los ojos, a apretar sus puños, a pelear con las lágrimas y la maldita casa sigue estando tan vacía como la burda oscuridad que le prohíbe.
La casa está vacía. Siempre lo ha estado.

domingo, 15 de abril de 2007

Pasquinadores de versos???

Sergio C. Gutierrez-Negrón


No sé cual es el proceso correcto, la contestación indicada. Desconozco su naturaleza de halago, y mi agradecimiento se me pierde entre las rendillas de la suela de mis zapatos, con toda la mugre que he pisado. No sé si el trabajo de Mariana Reyes Angleró está “pasquinado” con insuficiencia o, simplemente, mero desgano. He hablado con los compañeros y escuchado sus opiniones acerca de la entrevista como tal, anterior a la publicación del reportaje, y creo que hay un consenso.Me narran que las preguntas que le hicieron parecían tornar al Pozo en un juguete infantilizado, enfocándose en edades, en estos “párvulos escritores”, que, por cierto, y cito (cita directa, por si acaso) “se toman [los flujos de palabras] muy en serio”. La Asociación es presentada como un cúmulo de muchachitos entre 19 y 23 años que escriben por divertirse, que intentan hablar grande, y le llaman a sus actividades “intervenciones”. La Asociación la vuelven tres personas, la muchachita parida en el Tapia, el muchacho del juego, y el otro, el que interrumpe con tono hostil e intenta hacer hincapié que deben ser cogidos en serio. Los otros, un Juan Luis, un Christian Ibarra, un Octavio Aurelio son suprimidos. No dicen nada bonito, así que se quedan sin mencionar. Octavio Aurelio, por ejemplo, ¿cuál es tu nombre? Octavio Aurelio. No, no, ¿tu nombre de verdad? Octavio Aurelio. ¿Y tu apellido? Es ese, Octavio Aurelio.Me sorprende la profundidad del reportaje, en cuanto a qué nos compone como grupo, a qué cosa miramos como tema, y lo digo sin ironía, pues todos estos temas los tuvieron que poner los entrevistados, para poder hablar de qué es la Asociación realmente. La periodista no buscaba eso. La periodista simplemente buscaba una anécdota de quien rompió fuente en el Tapia, de cuantos años tienen estos niños, de si escriben con crayolas o ya saben usar finger paints. No deseo sonar como una queja personificada, pero el sumo interés de la señora Reyes Angleró se puede ver en la eficiencia del cambio de fechas de nuestras actividades (o tal vez breve desliz), en el matrimonio entre la chica del Tapia y el joven del juego en una sociedad futurística feminista, que le da parto, tal vez en el mismo Tapia, a Xavier Lugo (creación imaginada).

Concluyo, porque hasta la “generación next” concluye, que fue un reportaje decente, a primera vista un buen escrito periodístico, eso no hay que dudarlo porque Reyes Angleró sabe escribir. Lo que si hay que cuestionar es cómo se llevó a cabo ese oficio periodístico, qué tan eficiente fue, y finalmente, el discurso con el que se escribió, y con el cual, sea intencionalmente o no, se nos intenta pasquinar.