miércoles, 25 de abril de 2007

Cojo Camacho (fragmento. cap. 2)

Xavier Valcárcel de Jesús

No sé por qué carajos las muchachitas de hoy andan todas revueltas, enamoradas de tipos imbéciles, escorias, demasiado tráfalas, que lo único que buscan es un lugar acojinable entre las piernas de una. Es en serio. Chingar rico y venirse. Eso es todo. Les importa poco si siembran una barriga o cualquier enfermedad. La cárcel y la calle están llenas de idiotas igual que el cementerio de indispensables. Me duele, por mi hija, que ya no queden hombres como yo.

Cuando me casé con flor, la llevé al altar lisa. No estaba preñada, ni abierta, ni manoseada, ni veía telenovelas pendejas de media tarde. Era una mujer hecha y derecha, con una maestría encima, inteligentísima. Yo ya había ingresado a la academia y ella trabajaba por la economía del país. Cada quien con su estabilidad. Ganábamos salarios justos. Con todo y eso ella nunca dejó de ser mi deber. Dos años después decidimos tener a Raiza. Fue una alegría perfecta. La disfrutamos como nada. Después vino la idea de tener la parejita. Todo el mundo sueña con una parejita. Es una extraña forma de saberse completo, realizado, casi balanza. A veces, cuando era chiquito, me recostaba al sillón de abuela y la veía tejer y tejer con sus manitas de santa un árbol imposible en la carátula de un libro. Tenía el pelo largo y blanco. A veces hasta lo soñaba. Siempre veía el árbol estirándose, forrado de ramas, crecido de unas líneas finitas de hilo marrón que me volvían loco. Pero era una locura agradable. Siempre que pienso en abuela vuelvo a las sombras bajo la aguja y sus dedos, al sillón y a aquel libro. El libro era el esfuerzo de su vida. En él estaba la historia completa de mi genealogía. Tener un niño y una niña era, de alguna forma, volver allí.

Cuando Flor me dijo que estaba embarazada por segunda fue una emoción incontrolable. Deseé con todas las fuerzas del mundo que esa barriga fuera un varoncito que continuara mi apellido, que me diera el orgullo de un campeón de boxeo, o que me saliera bueno en la pelota o en el baloncesto. Hubiera querido que me hablara en confianza sobre las mujeres, que me presentara a su novia, a su esposa, y si tuviera, que me presentara hasta la chilla; que me diera una pareja de nietos y los nietos una pareja de tataranietos. Cuando me dijeron que era varón, más loco me puse. Hasta lloré. No me cabía la sonrisa. Se llamaría Eduardo, como su abuelito. Eduardo Bermúdez Ortiz. Un nombre grande. Pero nació una hembrita pura y todavía no lo entiendo.

Raiza es la espectacular. Le ha crecido una mujer guapísima: alta, elegante, pelo negro, flaca, el retrato mejorado de la madre en su época comible. Pero es medio brutita. O media rebelde, que es lo mismo finalmente. Para todo tiene discurso. Se le han pegado las ideas pendejas de la universidad. Ahora se la pasa mentando al susodicho cojo. Y no es que lo idolatre. Que ni se atreva. Es que le agrada la imagen estúpida del hombre prófugo de veintitrés años, asesino vengador, bueno y malo. Habla de él como si lo conociera. A veces se comporta como una pila de mierda.

El otro día invitó a unas amigas a hacer una tarea en casa. Tuve que interrumpirlas. Estaban en la sala. Me pareció ignorante la conversación.
-La gente habla, y por más que quieras eso no lo puedes evitar. Los noticieros y las autoridades le exaltan la figura. Los periódicos le han publicado el expediente criminal pero también le han publicado una biografía que confunde. Por un lado le gritan asesino. Por el otro, le rezan y le prenden velas.
-Por favor.
-Dicen que es huérfano papá, que le mataron a sus dos hermanos, que la policía manipuló su tragedia en contra suya. Entonces dime.
-Cierto.¿Qué se supone que una piense?.
-Es que se supone que no piensen. ¿Por qué carajos se preocupan por algo que ni les afecta?

Claro, la nena me miró y sonrió muy leve ante mi necedad. Su sonrisa tiene algo que anestesia. Hizo su efecto. Tuve que disculparme. Cogí el control del televisor y cambié de canales por aquello de evitar descargarme contra ellas. En Discovery pasaban un documental sobre las hormigas de fuego. Justo en ese instante hablaban sobre su proceso de reproducción. Me parece comiquísimo que sólo las reinas se puedan dar el gustazo con los machos entre tanta hormiga mujercita, hambrienta y solita en su hormiguero. Debe ser todo un banquete para ellas. Claro, son putas pero reinas. Lo trágico es pasarse toda la vida poniendo huevos de los que sólo nacerán hembritas y machitos estériles destinados a las labores domesticas y a la guerra. Reinas putas. Putas reinas. Intenté bromear pero no le hice gracia a nadie. Las muchachas siguieron hablando entre sí. Raiza se quedó embobada mirando una toma en la que un macho se cogía a una puta con un salvajismo delicioso. No sé cómo, pero los de Discovery se las ingeniaron para grabar el sonido de las articulaciones de las patas y ponerle la carita a las hormigas en close-up. Era algo así como ese subibaja de un spring mohoso, una mezcla de percusión sobre tubos de aluminio semihundidos en el agua y pequeños golpes sobre un vaso de cristal. Raiza es perfecta. Tienes que verla. Me retiré.

Flor cocinaba pollo encebollado bajo la luz de la cocina y cantaba un bolero melancólico de Moneró que pasaban por la radio. Me pareció eterno. No me acerqué. A ella ni le importa.

Crucé el pasillo repleto de fotos familiares y me encerré en el cuarto; o en la celda, que es la misma cosa a fin de cuentas. Compartimos la cama sin remedio. Papá y mamá deben dormir juntitos. Pura mierda. Nos confinamos. Ustedes son esposos. Compartimos la cama pero no dormimos juntos. Hace mucho tiempo que no pasa. Ni un abrazo. Ni una noche en que durmamos con las caras frente a frente. Cada quien para su lado. Flor es el demonio. Cincuenta y cuatro años y parece de setenta. El pelo blanco. Ha perdido la figura. Ya ni me gusta. Pero a estas alturas no me pienso divorciar. No tengo ganas de una división de bienes. Tampoco tengo ganas de jugar a otra familia. Prefiero jugar a lo que ya está hecho, a estos diecisiete años de un amor que se quedó entre las postales de los aniversarios, al aro matrimonial, a los paseos por la isla los domingos por la tarde. Puede sonar estúpido, lo sé, pero lo mío no es un cuadro tétrico. No me alimento de agua y jabón. Nunca lo he dicho. Putas demás hay en la calle. Hormigas de fuego. Reinas putas. Mujeres con caché que saben evitarle a uno los dolores de cabeza.

Prendí la luz. El maletín estaba abierto sobre la cama. No hay cosa que me moleste más. Estuve a punto de gritar pero la oí correr por el pasillo.
Le abrí la puerta.
-Fui yo.
-Pues no vuelvas.
-No estaba buscando nada en especifico si eso lo que te preocupa.
-No es que me preocupe. Es que en todo caso ahí no tienes nada que buscar.
-¿Pero y cual es el problema?¿Por qué tanta obsesión por ese tipo?
-¿Y a ti que te importa? Vete a jugar a las muñecas con tus amigas y no me jodas la noche. Si no le doy explicaciones a tu madre mucho menos a ti. Hazme el favor.

Me miró insatisfecha apretando la boca como una frutita apetitosa. Obviamente. Estaba molesta. Sonreí y la apreté hacia mí. A veces me confundo entre la mujer y la niña. Es difícil. Le revolqué un poco el pelo con la punta de los dedos y acerqué la nariz. Ella sabe que me encanta el olor de su cuero cabelludo. Te quiero bebé. Flor pegó un grito y Raiza se perdió hacia la cocina. Siempre le ha asustado todo esto. Y yo la dejo. A mí me encanta que se asuste.

Cerré la puerta otra vez y tiré todo sobre la cama: las copias del expediente y los recortes de periódico. Los había leído y releído muchas veces, pero esa noche me dio la paranoia de que mi nombre estuviera en algún lado. O que hubiera algún artículo con foto que haya pasado por desapercibido. Raiza es muy curiosa. Pero me he cuidado bien.

Me he dedicado los últimos años a recopilar cada noticia sobre alguno de los tres. He perdido bastantes horas sentado en una silla incomoda, con un frío de hospital, leyendo periódicos desde el 19 de febrero de 1992 en la biblioteca Lázaro de la universidad. Horas largas por las que Flor se la ha pasado jodiendo. Me saca de quicio y no tengo paciencia. Un día no aguanté y le solté todo de un solo cantazo. Preguntó una y mil veces cómo había podido.
Hizo berrinches.
-¿Por Dios, quién eres?
Lloró.
-¿Quién eres?
-Déjame en paz.

Le dije que no era para tanto.